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últimamente se está dando el caso de varios periodistas y colaboradores de los medios informativos rugbísticos que se ponen delante del ordenador y dejan fluir relatos y experiencias personales o vividas sobre este deporte.

mario ornat, relevo de fermín de la calle en el blog de rugby de as.com, ha empezado con mucha fuerza y son ya varios sus relatos puestos en su blog que están haciendo disfrutar a los amantes del rugby.

por su parte, marca.com sigue mejorando y ampliando su sección de rugby con nuevas noticias y nuevos colaboradores, alguno de los cuales también se atreve a plasmar sus anécdotas y sus impresiones desde un punto de vista más literario que periódistico.

me parece interesante y emocionante, ya que esos relatos calan hondo en lxs jugadorxs y aficionadxs que hemos vivido este deporte desde dentro y conocemos sus implicaciones sentimentales, más allá de lo deportivo. y es una artística manera de acercarse a un deporte "de animales/villanos".

ante esta proliferación y dado que no sé bien dónde ubicarlos dentro de este subforo he pensado en abrir un post it para irlos colgando. si la propuesta no tuviera continuidad o escaso interés lo recolocaré, pero, de momento, me parece una (bella) faceta más que une a este deporte, así que aquí os dejo con las primeras líneas; que las disfrutéis.

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CON SABOR A CERVEZA NEGRA'
Los hombres del Presidente

Octubre de 1962... un gélido escalofrío recorre la espalda de John Fitzerald Kennedy
Octubre de 2003... por primera vez en años Jonny Wilkinson se ve desbordado

Por Bruno López 04/10/12

15 de Octubre de 1962. Unas fotos caen sobre el escritorio del hombre más poderoso del mundo. El joven y carismático líder mira las instantáneas confuso, atento a las palabras que las acompañan. Y, justo en el instante en el que alcanza a comprender la totalidad de su significado, un gélido escalofrío recorre su espalda. John Fitzerald Kennedy, Presidente de los Estados Unidos de América, se siente más solo que nunca. La Unión Soviética ha colocado misiles en Cuba. Y el destino de su país, y quizás del mundo entero, depende de su respuesta. Es ahora, con la URSS presentándole un jaque, cuando JFK necesita a su gente de confianza.

Al día siguiente, doce hombres se sientan en una mesa flanqueando a JFK. Son... los hombres del Presidente. Entre ellos están Bobby Kennedy, Robert McNamara, Dean Rusk, el General Maxwell D. Taylor y otros ocho nombres. Juntos, durante trece días de octubre, discutirán, analizarán, ejecutarán la respuesta a la URSS y a Castro. Negociarán en secreto el destino del planeta y orquestarán una serie de movimientos con increíble cautela que permitan que el globo no llegue al punto de la autodestrucción. Es un continuo toma y daca con los soviéticos. Al final, la situación se resuelve y JFK emerge días después como el auténtico salvador, el líder que evito el Armagedón. Pero la salvación se gestó en una mesa, donde se sentaban... los hombres del Presidente.

26 de Octubre de 2003. Melbourne, Australia. Mundial de Rugby. Un joven y carismático jugador de rugby contempla anonadado el marcador del Telstra Stadium. Se han jugado ya 20 minutos del Samoa-Inglaterra y la 'marea azul', jugando quizás el mejor rugby de su historia, ha pasado por encima de los aturdidos hijos de San Jorge. Samoa se va 10 arriba en el 'luminoso' y ese joven apertura de Surrey, ha fallado una patada, la primera en todo el Mundial. Las esperanzas de liderar el grupo, e incluso la supervivencia en el Mundial, estan en peligro. Jonny, por primera vez en mucho tiempo, se siente desbordado. Es ahora, con Samoa presentándole un jaque, cuando Jonny Wilkinson necesita a su gente de confianza. Pero rebobinemos.

Jason Leonard, Julian White, Ben Kay, Joe Worsley, Neil Back y Lawrence Dallaglio... ellos no acapararán portadas, pero en momentos desesperados es donde darán la talla

20 minutos de absoluto dominio. 20 minutos en los que los millones de espectadores abren los ojos con asombro, y se preguntan… ¿Será posible? Samoa ha salido provocando un terremoto en el Telstra Stadium. En el minuto 2, Samoa gana el primer golpe de castigo, Earl Va'a acierta entre palos: 0-3. Sin dar respiro, dos minutos más tarde, Semo Sitti posa en la zona de marca, tras una espectacular jugada colectiva donde Inglaterra ha sido zarandeada de lado a lado. Cuando llegamos al minuto 10, los comentaristas anuncian que Inglaterra ha tenido menos de un 10% de posesión. Absoluto dominio. En el 11, Jonny patea a palos. Se va torcido. Es la primera patada que fallará tras doce aciertos en ese Mundial. Inglaterra quiere despertar, pero la violencia defensiva de Samoa, lo hace muy difícil. En el minuto 21, Earl Va'a falla lo que sería el 0-13. "Samoa ha superado a Inglaterra hasta ahora en todas y cada una de las facetas del juego" comenta con tono apesadumbrado la televisión inglesa.

Es entonces cuando aparecen ellos... los hombres de Jonny. Si Jonny es el 'cerebro' y Martin Johnson, el 'alma' de esa Inglaterra, ellos son el 'músculo', la 'sangre' y el 'corazón'. ¿Sus nombres? Jason Leonard, Julian White, Ben Kay, Joe Worsley, Neil Back y Lawrence Dallaglio. Ellos no acapararán portadas. Pero es, en momentos desesperados como este, donde darán la talla. Minuto 23, golpe de castigo que Jonny envía a 'touch'. Mientras tanto, Martin Johnson reúne a sus tropas. "Let’s do it the England way, boys". Cuando lo demás no funciona, sólo queda apretar los dientes y empujar. Es el trabajo sucio, el que no brilla. Ellos saben cómo hacerlo. "Minutos cruciales" prosigue su triste narración el comentarista. "23 minutos e Inglaterra disfruta de una rara visita a la 22 samoana. Probablemente los mejores 23 minutos que Samoa ha jugado en su historia". Y allí caminan, hacia 'touch', los ocho hombres, con mirada decidida. Facciones duras, gesto decidido, presididos por la figura imponente de 'Jonno'. Saque de lateral rápido al Gran Capitán y en un instante los hombres de Jonny se juntan en un 'mau'l que empuja, y gira, empuja, y gira… Por primera vez en el partido, la defensa samoana se resquebraja. Neil Back posa en la línea de marca. Comienza la remontada. Jonny, esta vez sí, convierte. 7-10.

Como aquellos trece días del 62, el partido se convierte en un intercambio de golpes. Samoa no tiene miedo. Los aperturas suman patadas y el tanteo sube, equilibrado. 10-10, luego 10-13, 10-16 y finalmente un 13-16, con el que se llega al descanso. El partido tiene al mundo ovalado en vilo. Un apasionante thriller que se desarrolla en las pantallas de medio mundo. Todos quieren ver el desenlace.

El espíritu del título mundial que Inglaterra logró en 2003 nació un 26 de octubre; y ellos fueron los héroes anónimos... los hombres del presidente, los hombres de Jonny

La segunda parte no decepciona. Una lucha encarnizada de poder a poder. Inglaterra lanza durante los diez primeros minutos una serie de ataques que son repelidos por una heroica defensa samoana. ¡Ni un metro atrás! Es hora de que vuelvan a aparecer ellos. Minuto 51 y los Hijos de San Jorge consiguen una 'melé' a favor a cinco. Una vez más, siete hombres que se unen en torno a una figura. Se juntan, empujan y avanzan. Primero un paso, luego dos, mientras la masa de hombres azules cede ante sus pies y es arrollada por completo. El árbitro se sitúa debajo de palos y hace sonar su silbato. Ensayo de castigo. Jonny no falla. 20-16.

Pero Samoa ha salido ese día con la absoluta convicción de que la gesta es posible. Y, lejos del cliché del equipo humilde que comienza ganando pero se desinfla al primer revés, continúan apretando. Placando. Percutiendo. Sin pausa ni descanso. Sin dejar que Inglaterra piense por un segundo que el peligro ya ha pasado. Y así el magnífico Earl Va'a pone el 20-19 primero y el 20-22 después. El duelo de aperturas ha sido otra de las apasionantes tramas de este partido. Jonny, ahora sí, asume el mando. Un drop suyo pondrá el 23-22. Se cumple el minuto 70. Segundos después el cerebro de Jonny ejecuta una patada cruzada que recoge Ian Balshaw. 28-22. Y a cinco del final un joven Phil Vickery se estrena como anotador con Inglaterra. 35-22. Con el pitido final, Inglaterra respira. Samoa muere en el campo de batalla…

… días más tarde las portadas de medio mundo recogen a aquel joven muchacho golpeando un drop hacia la gloria. Ha nacido la leyenda de Jonny Wilkinson. El Mundial, por primera vez en la historia, viaja al Hemisferio Norte. Lo que muchos no saben es que aquella victoria no se gestó ese día. El espíritu de aquella victoria nació un 26 de octubre. Y ellos fueron los héroes anónimos. Los hombres del presidente, los hombres de Jonny.


http://www.marca.com/2012/10/04/mas_deportes/rugby/1349357253.html

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Por Mario Ornat

Los superdotados del rugby

Cuando uno juega al rugby o lo ha hecho, viene a ser como un policía o un soldado: más o menos está siempre de servicio, aunque no se vista de corto, y jamás se retira del todo. Si acaso pasa a la reserva, y ha de permanecer disponible por si cualquier tarde de sábado —o peor todavía, una de esas mañanas de domingo— el equipo lo llama a filas o es reclutado a la fuerza para vestirse de corto. Es célebre el homenaje que en mi club se le hizo a un segunda línea memorable, al que le armaron una ceremonia de despedida sin ahorro de entusiasmo, regalos, emotividad y simbología para el recuerdo, el día que cabizbajo anunció que se había hecho mayor y lo dejaba. Después de toda la parafernalia, pasó el verano y, en el primer entrenamiento de la temporada siguiente, allí estaba otra vez. Mirándose a los pies como el niño que sabe que ha cometido un acto reprobable: no podía soportar la idea de no volver a jugar. "Me he pasado el verano deprimido... Mi mujer me va a echar de casa, pero aquí estoy". El presidente puso el grito en el cielo: tanto homenaje para nada. Si te vas, te vas, esto no es serio... Ya no hemos vuelto a despedir a nadie. Desde luego, nosotros lo acogimos al momento con alegría indudable en la melé. El tipo nos hacía sentirnos seguros.

Así que, igual que los agentes del orden salen a la calle con su arma reglamentaria en el sobaco aunque vayan a la bolera con la mujer y los chicos, el jugador de rugby siempre ha de tener las botas a mano, a ser posible en el maletero del coche o incluso detrás del asiento del conductor, con lo que directamente puede meter los pies nada más echar el freno de mano, salir calzado del automóvil y entrar al campo, listo para zapatear la hierba en una gloriosa tarde. Cuando uno sale de viaje, vaya donde vaya, las botas tienen que ser el segundo artículo en el equipaje, justo después del cepillo de dientes y antes de los tapones para los oídos. Hay que llevárselas sea cual sea el destino y la naturaleza del desplazamiento. Incluso y sobre todo al viaje de novios; y no digamos a los de negocios. Un partido de rugby salta donde menos se lo espera. La única diferencia entre los jugadores de rugby y los cuerpos y fuerzas de seguridad es que, mientras está de servicio, el jugador de rugby puede beber cuanto quiera, sin problemas. Salvo que tope con un entrenador demasiado ordenancista o con una visión distorsionada del juego. De hecho, no será raro que los propios compañeros lo animen: todos sabemos de ese arquetipo de jugador tan común, los fenómenos que son aún mejores cuando juegan beodos o con una desaforada resaca. De todos los jugadores de rugby que he conocido en mi vida, los que más respeto y admiración me han merecido siempre son aquéllos capaces de emborracharse no después de los partidos, que viene a ser común, sino sobre todo antes de los partidos. Los que se pasan la noche anterior levantando jarras y hablando de los viejos tiempos. Y al día siguiente juegan como si no hubiera pasado nada, en unas condiciones en las que nosotros, el resto de los mortales, no podríamos siquiera bajar a la esquina a comprar el periódico del domingo.

Este tipo de hombres son lo que uno llama los superdotados. Lo son, a su manera, y por eso su comportamiento en la vida, y no digamos en el campo, tiende a ser genialmente errático. Desde luego, estos chicos no responden al teléfono cuando los llamas por la mañana para ir a jugar. Tienden a mentir sobre su hora de llegada a casa, aunque su intención no es levantar falsos testimonios: es que no se acuerdan. Para cuando quieren darse cuenta, se les ha calentado el morro y la juerga sigue más allá de lo deseable. Así que jamás despiertan a tiempo para la hora de convocatoria del equipo. Hay que ir a buscarlos y sacarlos de su propia cama. Se trata de un servicio a domicilio, una prebenda que se observa sólo para estos superdotados. A tal fin, el capitán o alguien con autoridad en el grupo debe guardar una copia de la llave de su casa. Estos hombres acostumbrar a vivir solos: son solteros por tiempo indefinido. No haremos comentarios acerca de su concepción y vivencia del amor, particularmente del amor físico. Decíamos que el capitán ha de guardar llave de su casa, con el fin de no tener que echar la puerta abajo ni colar a un ala liviano por el hueco de la ventilación. Además, si el tipo es delantero (lo más probable es que hablemos de un primera o segunda línea, para qué vamos a engañarnos), conviene que quienes vayan a buscarlo pertenezcan también al paquete y hayan pasado muchas noches con él en circunstancias extremas. En casos así la confianza, la hermandad, resultan fundamentales. Hay que estar prevenido porque, en el momento de despertar agitado por el grupo comisionado, el sujeto puede manifestar violencia discrecional. Háganse cargo de que a bestias de carga como éstas no se los despierta haciéndoles cosquillas con una pluma en el erógeno lóbulo de la oreja. Hablamos de un trabajo pesado para el que no está en condiciones cualquiera. Al tipo hay que resistirle la primera y brutal embestida de la mañana; y mostrarse comprensivos con su actitud. Hace falta mucha psicología de barra de bar y antro oscuro: no se les puede culpar si presentan una reacción desmesurada.

Una vez los sacas de la cama, a estos tipos jamás hay que darles de comer. Aunque la verdad, suelen tener poco que rascar en el frigorífico, aparte de la cerveza y alguna botella de vino blanco puesta a refrescar. Pero en casos así se debe pasar por alto siempre el desayuno y también la comida: una ingesta podría resultar fatal para la posterior suerte de todos los implicados. Conviene vestirlos con la misma ropa de la noche anterior, si es que no la llevan puesta, y un abrigo ligero, que les mantenga baja la temperatura corporal: hay que evitar que se apolillen otra vez en el viaje. Cuidado también porque un primera línea de 130 kilos que caiga en hipotermia puede derivar en un problema severo: si pierden movilidad igual hay que sacarlos del asiento de atrás con una palanca o llamar a los bomberos. Una vez puesto en pie, se le arrastra al coche y se lo abandona en el asiento de atrás. No recargar el auto con más gente de la estrictamente necesaria para el buen curso de la operación. Nuestro superdotado debe gozar de espacio suficiente para desperezarse y retozar en su propia mugre interior. A esas horas, en general, estos tipos se comportan con la gracilidad de un saco de patatas viejas.

El trayecto, dure lo que dure, ha de hacerse con las ventanillas abajo, aunque afuera esté helando. Se trata de una medida profiláctica indispensable: ningún cristiano es capaz de aguantar sin desmayo el efluvio enfermo que emerge de esos cuerpos. Si los superdotados tienen alma, han de ser almas hediondas, la verdad. Pero se trata de nuestros amigos y lo más probable es que lo corroboren atizándole un puñetazo al que nos mire mal en el campo. Y con un par de ensayos en tumultuosa carrera. Así que nada de juicios higiénicos. Una vez en el vestuario, hay que dejarlos tranquilos, hablarles poco, no marearlos con las malditas contraseñas de las touches. Saben todo lo que hace falta saber acerca del juego y no necesitan más para ser decisivos. Por supuesto, nadie en el equipo debe deslizar comentarios capciosos acerca de su estado ni incurrir en consideraciones morales como el compromiso con el deporte, la salud, la edad o ese tipo de cosas. Bien al contrario, a estos tipos (que son un cuerpo de élite parezca lo que parezca) se les debe permitir que usen todo el tiempo que les parezca necesario para cambiarse; y, por encima de todo, no pedirles jamás que den un paso en el calentamiento, que hagan progresiones de velocidad o se arriesguen a intentar una flexión cuerpo a tierra. Ellos se ponen a punto al trote, sin cambios de ritmo ni necesidad de espasmos musculares. La ciencia lo ignora todo acerca de cómo se regulan sus maquinarias de músculo, espesa sangre y grasa sedienta. Este tipo de seres humanos se configuran en modo partido ellos solitos, sin influencia exterior, y lo hacen maravillosamente bien. Resulta milagroso y emocionante observar su repentina transformación: en cuanto se ponen la camiseta les crece una imprevista creatividad con la pelota, se vuelven peligrosamente explosivos, elevan su umbral de dolor hasta lo inhumano y, sobre todo, les huele la boca a fiemo. Y eso, en una melé, siempre ayuda mucho.


http://blogs.as.com/mam_quiero_ser_pilier/2012/10/los-superdotados-del-rugby.html

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'CON SABOR A CERVEZA NEGRA'

Magnificent Munster

Por BRUNO LÓPEZ 17/10/12

Dicen que fue la victoria del pueblo, para el pueblo. Que definió para siempre un estilo de juego, unos valores, casi una religión. En Munster, después de aquel 31 de octubre de 1978, nada fue igual. Y todo empezó con una cerveza, o mejor dicho, con muchas cervezas.

Era Munster por aquel entonces una caótica gran familia. Jugaban allí los chicos de siempre, los que se conocían a la perfección, los hijos de una feroz rivalidad entre los clubes de Limerick. Era esa rivalidad, en muchas ocasiones violenta, la que forjaba el carácter duro de aquellos muchachos, que a su vez definían los valores de Munster, una vez pasaban a engrosar sus filas. Y así, en 1978, el club pacta un amistoso entre semana contra los 'All Blacks', que venían de gira por las Islas. Fue aquel año, con su carrera llegando al final, cuando el capitán Donald Canniffe vio la última oportunidad de lograr algo grande, quizás, la mejor oportunidad de aparecer, como lo hace ahora, en las páginas de algún periódico, recordando aquella hazaña que por entonces sólo existía en su mente.

Y así, Canniffe lideró a sus chicos en una gira de fin de semana en Londres, en septiembre, todavía a un mes del gran partido. A jugar a rugby, sí, a entrenar también, pero sobre todo…a beber. Al más puro estilo irlandés. Un fin de semana de septiembre, entre cerveza y cerveza, Munster jugaba contra el mediocre club de Middlesex… y era aplastado por 33-7. El entrenador Tom Kiernan organizaría los días de resaca unos entrenamientos que pasarían a la historia por su dureza, también al más puro estilo irlandés, y de Munster: "recuerdo el entrenamiento del sábado, después del partido contra Middlesex" narra el pequeño ala Jimmy Bowen, "el propio entrenador nos dijo que saliéramos a beber el viernes. Claro que, para ese sábado, nos preparó la sesión más dura de entrenamiento que he pasado jamás. Creó un vínculo entre nosotros,,, soportar aquello juntos" concluye, recordando, con una sonrisa. Era una gira donde se templaba, como el buen acero, una extraordinaria habilidad para soportar condiciones adversas.

Una gira que marcó el futuro
El último partido de la gira fue un discreto empate a 15 contra London Irish. De aquella gira dura y alocada por Londres ya no volvieron chicos de Limerick y Cork. De aquella gira inglesa volvieron jugadores de Munster. Y mientras tanto los 'All Blacks', ya en las Islas, miraban confiados. Ellos habían ganado a los Condados Londinenses, de los cuales Middlesex era uno, por más de 40 puntos. "Les tendimos una buena trampa" bromea Bowen.
DONALD SPRING

"Recuerdo entrenar sólo con las luces de los coches que aparcábamos mirando al campo"

Octubre se convirtió en un entreno sin fin. El equipo entrenaba en los barracones de Fermoy Army, sin otra razón aparente que la de hacerlo en un campo que no tuviera las condiciones adecuadas. Alimenta el hambre. Sube la dificultad. El grupo responderá. Eso debía pensar Kiernan. "Yo era parte del contingente que venía de Dublin", explica el tercera línea Donald Spring, que estudiaba derecho por aquel entonces, "conducíamos hasta allí y recuerdo entrenar sólo con las luces de los coches que aparcábamos mirando al campo. La hierba estaba descuidada, muy larga. Sólo había una luz en uno de los muros. Recuerdo que cuando Kiernan nos mandaba correr, muchos se paraban en las sombras, y se perdían durante una o dos vueltas". El compromiso del equipo crecía y crecía, a cada entrenamiento.

Los días previos al partido, Munster violó las reglas existentes en aquel entonces entrenando sábado, domingo y lunes seguidos. "Fue la primera vez que estuvimos todos juntos por ese período de tiempo, tanto los que trabajábamos como los que estudiaban" explica Canniffe. "Se supone que los días antes de un partido internacional sólo te podías juntar un día, pero los franceses violaban la norma todo el rato, así que nosotros hicimos lo mismo". Entonces, gracias a unos contactos en la BBC, el propio Kiernan consigue un objeto muy valioso: una cinta con imágenes de aquellos 'All Blacks'. Era la noche antes del partido y Kiernan tenía un serio problema: ¿dónde encontrar un reproductor para aquella cinta?

En una fábrica se halló la solución
La solución llegó tras un par de llamadas a una fábrica cercana. En las oficinas de un directivo se plantó todo el equipo para ver en acción a aquellos 'Hombres de Negro'. Las imágenes descubrieron un equipo que jugaba un rugby de ensueño, una de las generaciones más extraordinarias de neozelandeses, pero las imágenes también descubrieron un equipo que quizás intentaba jugar al ataque en posiciones demasiado peligrosas. Era sólo un pequeño adelanto, pero Kiernan ya creía tener una fisura vulnerable en el corazón 'all black'. Aun así, nadie confiaba. Basta el titular del 'Limerick Leader' unos días antes: "Muchas esperanzas, pero no tanta confianza". No en vano aquellos 'All Blacks' de 1978 habían aplastado a Irlanda y País de Gales. "Yo fui de aquellos jugadores que jugó con Irlanda en Nueva Zelanda y estaba aterrorizado. Nos habían metido 30 ó 40 puntos" dice Spring.
[foto de la noticia]

Desde aquel histórico 12-0 en Thomond Park, los 'All Blacks' no han vuelto a perder en Irlanda

El día siguiente, antes del partido, el entrenador reúne a sus jugadores para una charla. "Llegó, colocó una silla en el centro de la sala, todos estábamos mirándole. Puso una pierna en la silla y se quedó así, inmóvil, sin decir una palabra, por lo menos diez minutos" relata Spring. "Al principio nos mirábamos extrañados, luego empezamos a pensar en el partido, a concentrarnos. Hubo un momento en que mire a mi alrededor y todos tenían los ojos cerrados. Salí de aquella sala pensando en que podía ganar a los 'All Blacks'. Fue un momento especial, de unión". Las risas dejaron paso al silencio, a la concentración, a un momento especial de reflexión con uno mismo. A sentirse rodeado y protegido por tu equipo, a sentirse arropado por la afición que grita sin control enloquecida esperando el inicio del encuentro. A sentirse preparado para enfrentarse a lo más alto en el mundo del óvalo. Y a sentirse orgulloso de ser un jugador de Munster. Eso fue lo que significaron aquellos diez minutos. Una voz da por finalizado el mágico momento. "Come on boys. For Munster!" Y la emoción en la sala se eleva a otro nivel.

Las últimas palabras del entrenador son tácticas. Repasa rápidamente lo que espera de cada uno. Les aconseja sobre el rival. Les dice que hoy la defensa será crucial y, una vez comienza el encuentro, sus palabras resuenan en el público, pues es la defensa la que sostiene al equipo durante buena parte del encuentro. "No les ganábamos ninguna bola en sus saques de lateral, así que después de un rato, dejamos de saltar", recuerda Bowen. "Bueno, ni en lo suyos ni en ninguno. En realidad para ser honestos, casi no tuvimos el óvalo. Cada vez que lo teníamos lo pateábamos lejos". El paquete se comportaba de una manera extraordinaria, placando a los 'All Blacks' una y otra vez. El equipo sobrevivía con menos de un 40% de posesión.

Confundiendo a los 'All Blakcs'
Con Munster perdiendo incluso sus saques de lateral, los delanteros deciden hacer una variación muy inusual para la época, cambiando saltadores por levantadores. "Queríamos confundir a los 'All Blacks', provocar algo de desconcierto" dice el capitán y medio melé Canniffe. "Ganamos la bola y abrí rápido el ruck". El óvalo lo recibe el ala Bowen, que ejecuta una patada cruzada al otro lado del campo donde le espera el otro ala, que se encuentra con campo para correr y a escasos metros cede el óvalo a Christy Cantillon para que este pose ante el delirio del público.

El ensayo tuvo un efecto devastador en los 'All Blacks'. Como el Dios que, de repente, se sabe vulnerable. En la segunda parte los neozelandeses van por detrás en el marcador e intentan sin éxito la remontada. "Creo que lo que más me sorprendió aquel día fue su segunda parte", apunta Bowen. "no paraban de cometer errores. No había ninguna cohesión en su juego. Todo había saltado en pedazos".

"Llegó, colocó una silla en el centro de la sala, todos estábamos mirándole; puso una pierna en la silla y se quedó así, inmóvil, sin decir una palabra, por lo menos diez minutos"

A falta de diez minutos para el final llega una imagen para la historia. "Faltaban diez minutos y tuvimos una melé. Dentro de su 22 y en línea de cinco a touch". Munster gira la melé y coloca al paquete 'all black' de espaldas al muro, con la gente gritando a los neozelandeses. "Y entonces alguien, no recuerdo quién, gritó ¡seguid empujando, no paréis!". La melé de Munster atropella al paquete negro, le estrella contra el muro. El 'all black' Haden, rabiado, está a punto de soltarle un puñetazo al irlandés Mossy que responde entre risas. "No lo hagas, perderás la pelea también". El simbolismo de aquel 'scrum' queda para la leyenda. Ha nacido el espíritu de Munster.

Pitido final. Incredulidad. Jubilo. Una sensación de elevarse hacia el cielo. Invasión de campo. Jugadores y afición se funden en un manto de gente entre la que se pierden los hombres de negro, reducidos a simple equipo ese día. Vuelta de honor, una y dos. Y entonces aquel momento legendario pasará a un segundo plano para el capitán Donald Canniffe. Alguien del club le aparta a un lado, su padre ha sufrido un infarto escuchando el partido por la radio y está en el hospital. Tres horas de angustia al volante para conocer que su padre había muerto. Del cielo al infierno en unos segundos. Es la cruel tragedia que le espera a cada héroe en su camino.

No hubo celebraciones aquel día, salvando la cena con los dos equipos. No en vano tanto 'All Blacks' como el resto de internacionales irlandeses se volverían a ver las caras ese fin de semana. Pero treinta años después, hubo quizás el homenaje más adecuado a los 'Magnificent Munster'. Noviembre de 2008 y todo parece haber cambiado. Thomond Park es más grande, los tiempos son otros y ambos equipos se vuelven a enfrentar. Sin embargo, el espíritu no cambia. El espíritu de una afición enloquecida que recibe a su equipo. Ante la mirada de aquellos jugadores de 1978, Rua Tipoki, Doug Howlett, Lifeimi Mafi y Jeremy Manning, los neozelandeses de Munster, avanzan hacia el centro del campo para cantar su tradicional 'haka'.

Por una vez, esa 'haka' no hace referencia a sus antepasados ancestrales. Por una vez los gritos no traen el espíritu 'all black'. No, esta vez, ante la mirada de los 'hombres de negro', la 'haka' invoca el espíritu de aquellos muchachos de Limerick y Cork que vencieron 12-0 a Nueva Zelanda. Esa 'haka' recuerda a los magníficos de Munster. Y aunque se cantó en maorí, parecía decir: "Come on boys. For Munster!"


http://www.marca.com/2012/10/17/mas_deportes/rugby/1350467612.html

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10/22/2012

Por Mario Ornat

Un país llamado rugby

Hay en la película ‘Salvar Al Soldado Ryan’ un plano en que el hombre, agotado tras el combate, recoge con mano temblorosa en un tarrito la arena de la playa normanda, al final del sangriento desembarco en Omaha Beach. Esa escena, el gesto, me hicieron pensar en el rugby. El rugby es el territorio mítico, la nación común e indistinta de todos los que alguna vez pisamos el pasto de los campos y escuchamos dentro un crujido sordo de cuerpos. La hierba siempre huele igual y los tacos resuenan de la misma forma; diría que las bromas son muy parecidas en los vestuarios profesionales y en las duchas de esos otros vestuarios en los que no llega el agua del calentador para un par de equipos completos. Así que, en esa identificación de mil direcciones, nos dedicamos con frecuencia a comprar camisetas de equipos, propios y rivales, queridos y desconocidos, admirados o ignorados. Al menos yo lo hago, y conozco a muchos iguales. Igual podríamos guardar un pedazo del piso maltrecho que asesinamos en la pelea del partido, y ponerlo en un frasco de cristal rotulado con identificación geográfica. Con una fecha y un resultado. O tal vez no: importa más la memoria. Así, quienes miran los anaqueles en casa podrán saber que allá, allá y también allá estuvimos luchando. O sea, jugando al rugby. O podremos recordarlo nosotros mismos de un modo tangible. Como seguramente no tenemos el sentido escenográfico tan desarrollado como Spielberg, en lugar de guardar la tierra de los campos que pisamos hacemos otra cosa: compramos camisetas y tenemos camisetas y cambiamos camisetas y hasta robamos camisetas, de todos los lados, de cualquier lugar, también del nuestro, de los equipos viejos, de todos, los que jugamos, los que vimos, los que fueron nuestros, las desconocidas, las rivales, las queridas, las admiradas o las que ignoramos, las grandes y las pequeñas, las de equipos memorables y las de aquéllos que sólo conocen los próximos. Todas, del color que sea, no importa la marca ni el escudo. Son rugby. A tal punto que hasta soportamos cada tanto la grave tentación de adquirir una de esas rositas con flores y vírgenes del Stade Français... tan extremas. Después, agarramos todas esas camisetas de rugby y las metemos a un cajón. Y ese cajón es como nuestro patio de banderas.

Pensaba en todo esto la semana pasada, cuando vimos al Gernika en su debut en la Amlin Cup frente a Worcester Warriors. Otra vez el placer de viajar para mirar rugby, descubrir un campo en el que no estuvimos y poder ver a jugadores tan extraordinarios, todos: los de un lado por su calidad inalcanzable (los side steps de Joe Carlisle, el apertura que llenó el espacio del ausente Andy Goode y manejó el partido; la altivez física de un ala finísimo, Ben Howard, que caminaba la banda como si fuera una pasarela, pero con seriedad de rugbier de verdad; la preeminencia de los 2.03 de Gillies, el segunda línea pelado que gobernaba la touch sin posible resistencia y dirigía los agrupamientos como un mecano exacto...); por el otro, el arrojo de todos los chicos del Gernika, la valentía de aceptar semejante reto, la seriedad en el trabajo y el orgullo de la derrota: es verdad que los ingleses fueron un huracán de juego ofensivo y que elevaron su dominio hasta un concluyente 5-85, pero para que un partido tan desigual sostenga su interés, los puntos de atractivo constantes y la vida en cada jugada, para eso se precisan dos equipos. Enfrente estaba Gernika. Y gritamos la emoción condensada de la tarde en el ensayo de Mazzochi mediada la segunda parte, durante el mejor tramo basurde, cuando Aitzol Martitegi logró amenazar la defensa inglesa con su vivacidad en los alrededores de los agrupamientos, buscando huecos o abriéndolos con sus decisiones. El resto siguieron esa pista hasta la marca, que era un premio en sí mismo.

Hubo algo fantástico en la tarde de Urbieta, un sol de gloria para enmarcarlo y la recuperación de sensaciones del rugby en pequeños campos, pero con grandes jugadores. La proximidad de toda la vida, que permite a los niños quedarse una foto con el jugador que más les haya gustado y, a los mayores, guardarse otra con el entrenador Richard Hill, al que veíamos dirigir la melé inglesa a finales de los años ochenta. El mejor rugby también fue así en algún momento. Ahora queda algo extraviado en parte en los grandes contratos y los estadios gigantes, pero la esencia permanece, aunque temamos perderla. Y aún ahora, cuando uno descubre un campo de rugby (al costado de los caminos, en las carreteras), cuando entre los edificios o tras la fila de árboles entrevé la elegancia gestual de los palos, quiere meterse ahí dentro de inmediato. Jugar en todos los campos.

Ya no llegaremos a Twickenham ni a Arms Park ni a Croke Park o el Stade de France, aunque sí pisaremos sus gradas. Aunque nos enamoramos del juego viendo aquellos santos lugares, nunca pensamos llegar a jugar siquiera en La Isla, a las afueras de Zaragoza, en cuyos vestuarios derruidos había que ducharse con mucha prisa para evitar una electrocución colectiva, como contaré alguna vez. Pero el rugby nos dio el gusto de acogernos, y hasta nos llevó a pisar los hermosos campos que marcaban en medio de la campiña los equipos de la Liga del sur de Londres; aquellos campos de hierba tupida como una barba asiática, húmedos, blandos, primorosos y empinados porque no los había diseñado un hombre, sino la suave naturaleza que delineó la tierra inglesa. O también, aún hoy, nos permite cada tanto regresar al Velódromo, la Universidad de Zaragoza, el campo de fútbol de La Almunia, la Ciudad Deportiva de Ejea y el viejo campo de fútbol de Ejea. Teruel, Sabiñánigo, Jaca, Huesca, Getxo, Santander, la Universidad Pública de Pamplona, la Universidad de Navarra, Soria, Logroño, Zarauz, Mungia, Ordizia... no sé cuántos campos del norte de los que (casi) siempre regresábamos tan derrotados como orgullosos y borrachos. Tal vez esa ebriedad explique la percepción onírica o idealizada que tenemos de todos estos episodios. Y la resistencia al abandono.

Un campo es siempre un territorio común, reconocible, aunque jamás hayamos estado. El campo propio, el que pisamos cada vez que nos ponemos de corto, posee las características acogedoras de un hogar: el nuestro es el del Seminario de Tarazona, que a lo mejor usted conoce o conocerá. Permítame decirle que debería. En su lugar vale, en dirección opuesta, el nombre del campo en el que usted haya caminado con mayor frecuencia, en tardes de helada, mañanas de lluvia y atardeceres de sol. Ojalá también pudiéramos llegar allá. Todos sabemos de lo que hablamos. Ahora estamos viviendo un epílogo de rugby algo desordenado ya por las obligaciones pero, cuando aún estábamos en condiciones de entregarle la mayor parte de nuestro tiempo, nos gustaba quedarnos después del entrenamiento, cuando los muchachos ya se habían retirado al vestuario y llevado consigo los sacos de balones, los escudos de placaje y las columnas de espuma del embrutecimiento. Nos quedábamos solos y ahí, en el campo oscurecido, rendidos ya los focos, helada la hierba invernal, nos tumbábamos en el suelo para espantar la rigidez de los músculos abrazados al aroma de la tierra. En algunos ejercicios pegábamos el oído al verde, como si nos fuera a decir algo, cualquiera sabe qué. Pero permanecía silencioso como una cueva. Cuando, de vuelta a casa, sacábamos la ropa de la bolsa, el aroma a campo y a rugby nos perseguía. Está ahí, siempre, en el olor de la goma del balon. En las botas, que guardan pedazos de barro endurecido que se hará viejo ahí, entre los tapones, hasta el próximo día. Y suelen estar húmedas, mojadas de sudor y frío, de sangre contenida y barro. Absorben vida como una esponja. Todo empapado de rugby, un aire de tóxica felicidad.

Vayamos donde vayamos, estaremos en casa. Así lo sentí en Urbieta y en cualquier lugar en el que, más lejos o más cerca, nos pongamos a ver un partido con una cerveza en la mano, al lado de otros que hacen lo mismo y con los cuales, un momento después, estaremos comentando la presencia de aquel primera línea, la belleza silbante de una patada, el hervor de la sangre en el agrupamiento del equipo que va perdiendo. Somos todos lo mismo. El rugby es un país, nuestra nación inconsciente. ¿Ciudadanos del mundo? No. Somos turistas del dolor, aventureros de la vaselina en las orejas, admiradores de las orejas de coliflor, habitantes de la melé y sus alrededores. Si tenemos que militar en alguna, adscríbannos a ésta: nos declaramos entusiasmados patriotas del planeta oval.


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11/07/2012

Por Mario Ornat

Stephen Donald, el héroe maldito

Uno arrastra con la mayor dignidad posible cierto afecto por los héroes malditos. Debe de ser una patología morbosa o el incierto atractivo que nos produce la imperfección. Por eso, pocas historias del último Mundial nos resultaron tan fascinantes como la de Stephen Donald, el apertura all black al que un país entero había emplumado por su error decisivo contra Australia (no en el Mundial, sino en un test match de la Bledisloe en Hong Kong). Ese mismo hombre descuartizado por las críticas se daría el gusto, después de que se lesionasen hasta tres números 10 elegidos antes que él para vestir la camiseta, de patear el balón que le iba a dar a la nación kiwi su añorada Copa del Mundo. Pocas veces se vio un acto de justicia poética de semejante calibre. O tal vez fuera una burla fina y bien acabada.

Donald, hoy jugador del Bath inglés, se enfrentó este fin de semana al galés Gavin Henson, jugador con un talento descomunal... para el rugby y también para el malditismo. Una estrella cuya carrera quedó condenada por las frecuentes debilidades del género humano. Henson iba para héroe galés y luminaria comercial del rugby-licra: con aquella imagen perfilada de músculos de Nike, su pelo engominado y las botas de colores, Henson anticipaba muchas cosas del rugby de los últimos tiempos. Gales interpretó que había encontrado a un destructor de defensas, placador fiero y de pie sedoso. Ese jugador tan bien dotado acabó por construirse laberintos personales de los que nunca ha terminado de salir. Después de encarnar las esperanzas de Gales y de perderse la conformación de uno de los mejores equipos de aquel país en las últimas décadas, Henson ha alcanzado la treintena sin sospechar aún la posibilidad de su madurez deportiva. Justo lo que intenta encontrar en el equipo al que popularmente se conoce como los exiliados. Él, ejemplo acabado de lo que en otros ámbitos llamaríamos, sin temor a la hipérbole, un exiliado interior.

Esta vez, sin embargo, hablaremos de Donald. La ardilla Donald. Un héroe nacional que vino del exilio en su propia tierra y que acabó emigrando a un país en el que casi no lo dejan jugar al rugby. Ni quedarse. Es sabido que los All Blacks ganaron el Mundial de 2011 después de que la fortuna de este jugador diera un giro copernicano completo, en tremenda armonía con la suerte colectiva de un país arrasado por el temor al fracaso de su equipo. La historia arranca en la primavera austral de 2010, cuando Nueva Zelanda y Australia se jugaron el cuarto partido de la Bledisloe Cup en Hong Kong. Aquel encuentro, ganado por los wallabies, se cobró una víctima: el medio de apertura elegido por Graham Henry para relevar a Dan Carter. Su nombre, Stephen Donald. Un golpe de castigo errado y una gravísima equivocación, al no patear fuera una patada defensiva en plena acometida de los australianos y propiciar el definitivo ensayo aussie, resultaron en la derrota en el último minuto de los kiwis. Aquel episodio despertó a todos los fantasmas colectivos del universo All Black. Sépase que, tratándose de los hombres de negro, los fantasmas visten de azul, como Ingrid Bergman cuando los alemanes entraron en París, en Casablanca. Los fantasmas de los All Blacks tenían acento francés y remitían a la célebre semifinal del 99; o a los cuartos de final en Cardiff en 2003. Siempre contra Francia que, esta vez, en la final del último Mundial, sí vistió de respetuoso blanco. Pero volvamos a Hong Kong y a aquel error de Donald. Los cuchillos brillaron en la prensa y la mayoría llevaban su nombre escrito en el filo: “Me duele volver a decirlo, pero Stephen Donald no tiene el nivel suficiente para ser un All Black”, escribió el ex Richard Loe en su columna del NZ Herald on Sunday. Sean Fitzpatrick, otro pope de la generación del 87 y posteriores, remachó al apertura a martillazos.

Cuando durante el cruce de cuartos se produjo la lesión de Colin Slade que puso en primera línea a Aaron Cruden, Graham Henry resolvió tirar de nuevo del apestado Donald para completar su banquillo. A esa hora, Donald estaba de vacaciones. Pescando. Mirando los partidos por televisión, si acaso. Sonó su teléfono y, en varias ocasiones, no lo atendió. Tuvo que ser su compañero en los Chiefs, Mils Muliaina, el que a través de un mensaje de texto le pidió que respondiera el móvil: le estaba llamando una nación entera. Cualquiera daría algo por un plano íntimo de ese momento en el que Donald es reclutado de emergencia: por un lector de pensamientos para saber qué se le pasó por la cabeza. Nunca lo sabremos. Quizás asumimos un rencor inexistente. Donald respondió a la llamada de Graham Henry, se incorporó al campamento y se dispuso para ver la final del Mundial contra los franceses desde el banquillo.

En vísperas del partido, el ilustrador Tom Scott publicó una profética viñeta, en la que se veía a Donald situando la pelota sobre el tee para patear un golpe de castigo: "Con el tiempo ya cumplido y Cruden fuera... justo enfrente de los palos, Stephen Donald se dispone a ejecutar una fácil patada para darle a Nueva Zelanda la Copa del Mundo", decía la morcilla. En el siguiente cuadro, una mujer intenta despertar a su marido, que grita sobre la cama, desesperado y sudoroso, con una insoportable agitación: "Cariño, despiértate... vuelves a tener otra vez esa pesadilla". La tira resultó profética. La lesión de Cruden en el encuentro definitivo puso a Donald en el campo: era su debut en una Copa del Mundo. Algo así como mirar la pantalla del televisor y descubrir de repente que estás dentro de ella. No ocurrió con el tiempo cumplido, sino en el minuto 46. Y no era una patada fácil frente a palos. Pero fue, en efecto, el balon que decidiría la Copa del Mundo: “Llevaba un mes sin golpear una pelota a palos… No sabía ni si sería capaz de hacerlo”, confesó luego el accidental héroe. Pero lo hizo. Donald se fue hacia esa pelota, que había mutado de pesadilla nacional a sueño colectivo. Tras el contacto, la pelota tomó un vuelo dubitativo, que primero se abrió hacia la izquierda de los palos para después cerrarse hacia dentro. Pasó pegada al palo izquierdo, pero pasó. Y esos tres puntos, defendidos después con los All Blacks con más cuerpo que rugby hasta el final de un encuentro agónico, con unos franceses gigantescos enfrente, hicieron campeona a Nueva Zelanda ante su gente.

Stephen Donald emigró después. Había sorteado la profecía de la viñeta, levantado la Copa del Mundo y fichado por el Bath inglés. Su contratación, sin embargo, tuvo que aguardar porque, al no poder acreditar ancestros británicos, su incorporación debía ser autorizada con un permiso de trabajo. Le fue negado. El motivo resulta tan paradójico que demuestra hasta qué punto acompaña a Donald una leve sombra de fatalismo: el gobierno de Reino Unido, en caso de que no haya antecedentes británicos en el solicitante, asegura un permiso de trabajo para jugadores que hayan jugado algún test con los All Blacks en los 18 meses anteriores a la solicitud. Donald, en efecto, había aparecido en tres partidos del Mundial... pero siempre como suplente. El veredicto de la autoridad: su nivel deportivo no justificaba la concesión de un permiso de trabajo. El apertura que le había dado la Copa del Mundo a Nueva Zelanda no habia hecho suficientes méritos deportivos. Quedó en el limbo: se rumoreó que lo querían en Japón y que los Auckland Blues lo repatriarían. Pero el club lo negó. Finalmente, Bath apeló y, después de un proceso legal algo humillante, Donald obtuvo el permiso para jugar en la Premiership inglesa. Un tipo hecho a los golpes bajos...

El pasado domingo, en el Kassam Stadium, Gavin Henson y Stephen Donald intercambiaron golpes de castigo en un choque entre dos equipos a los que no les sobra nada por ahora en la Premiership. Particularmente a London Welsh, que llegaron al encuentro con dos victorias. Para un equipo recién llegado a la categoría y que ha debido formar una plantilla de aluvión después de una larga batalla legal para ser admitidos en la élite, cada partido supone una pequeña guerra. En el minuto 79, con 9-9 en el marcador, Bath apuraba sus opciones de victoria con una melé en territorio oponente, una conveniente plataforma de ataque. El número 8 de Bath, James, se levantó de la formación y combinó con Claasens. Éste se la dio a Donald. Y Donald largó un pase de no menos de 20 metros que decidió el partido: "Ridículo", tituló The Independent. "Una barbaridad", calificaron en The Guardian. El entrenador de Bath, el sudafricano Gary Gold, no se ahorró el comentario. "Para hacer un pase así tan... ridículo... se le tuvo que subir la sangre a la cabeza". El optimista pase de Stephen Donald hacia la incorporación de su zaguero, Abendanon, fue limpiamente interceptado por Nick Scott, el ala de London Welsh formado en la cantera de Bath. Scott corrió 75 metros sin oposición y se zambulló en el ensayo y la victoria. Donald, entre otros, lo persiguió en vano.


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04 diciembre 2012

Por Mario Ornat

Nicolás Pueta, el rugby por encima de todas las cosas

La Universidad Complutense de Madrid y la Fundación del Club de Rugby Cisneros en colaboración con el Club de Rugby de Cisneros y el Colegio Mayor Ximénez de Cisneros, nos invitan a la charla coloquio que este miércoles, 5 de diciembre, impartirá en el Colegio Mayor Nicolás a las 21:00 horas el rugbier argentino Nicolás Pueta. Jugador de rugby en el Club San Andrés de Buenos Aires, Pueta nació con una malformación congénita en su pierna, pero resolvió que si el rugby era, como cree, "una escuela de vida", no tenía por qué ahorrarse la posibilidad de jugarlo sobre una sola pierna. Su ejemplo es una de esos paradigmas contagiosos que explican hasta dónde es capaz de llegar la voluntad y el anhelo del deporte. La vida deportiva de Nico Pueta obtuvo reconocimiento y merecida difusión internacional cuando, en 2007, le fue otorgado el Premio al Espíritu del Rugby por la International Rugby Board (IRB). Ese mismo año, la Unión de Rugby de Buenos Aires (URBA) le concedió un cap honorífico. Nico sigue jugando al rugby con su equipo cada fin de semana, lo que seguramente constituye su mejor premio: la constatación ordinaria de su extraordinario deseo por ser lo que siente, jugador de rugby por encima de todas las cosas. En su invitación, el CR Complutense Cisneros subraya: "Es un honor para la Fundación del Club de Rugby Cisneros contar con la presencia de un hombre excepcional y le agradecemos quiera compartir su experiencia vital con todos aquellos que deseen acercarse el próximo miércoles al salón de actos del Colegio Mayor". Escucharle, para los que puedan acercarse a la sede del Colegio (en la avenida Séneca, 8 de Madrid) supondrá también un honor y un placer.


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Botica, en el nombre del padre

En el deporte nunca fue sencillo tener un nombre artístico. Ni un padre que ayude al prejuicio de los ventajistas de rigor con su antigua carrera en la misma disciplina. Por ejemplo, nunca será fácil llamarse Benjamin Botica y ser hijo de. Lo sabe porque se lo han recordado, sobre todo en su Nueva Zelanda natal. El apellido resulta lo suficientemente eufónico como para obviarlo; todavía más para un aficionado al rugby, en cualquiera de sus códigos... El joven Ben, 23 años ahora, jugador de los Harlequins de Londres, neozelandés de nacimiento pero con pasaporte inglés y elegible para jugar con la Rosa, es el hijo de Frano Botica, aquel número 10 de los All Blacks que, en la segunda mitad de los años 80, surgió desde North Harbour para competir con Grant Fox por el puesto de medio apertura kiwi. Naturalmente, perdió la batalla. Botica Sr. reunió apenas siete internacionalidades con los ABs. Sus capacidades atléticas en el juego abierto apenas comprometieron la prevalencia de un all rounder de la posición como Fox. Así que, a la vuelta de un encuentro con Argentina en 1989, Botica emigró primero a Francia y luego al rugby league.

Jugó con Wigan y Castleford en el código trece y, cuando el quince ingresó en el profesionalismo, cruzó de nuevo la línea entre los dos modelos para enrolarse con Llanelli.Su exotismo viene subrayado por la nacionalidad croata de sus abuelos, cuestión que le permitió disputar un par de encuentros con la selección balcánica, en la clasificación para el Mundial de 1999. Naturalmente, Botica hizo la diferencia: 23 puntos que permitieron la victoria de Croacia ante Lituania, en su grupo de clasificación, en mayo de 1997 en Split. Aquel equipo, dirigido por el también ex All Black Anthony Sumic, tenía hasta a ocho neozelandeses en sus filas, lo que nos dice mucho acerca de la naturaleza de melting pot de países como Australia o, desde luego, Nueva Zelanda. Después de perderse otros tres encuentros de clasificación (derrota en Georgia, victoria frente a Rusia y Dinamarca), Frano Botica regresó al equipo de Sumic para el duelo definitivo con Italia. Otro kiwi, Mathew Cooper, jugó a su lado en la tres cuartos croata. Entre los dos anotaron los 27 puntos de su escuadra. Los italianos, claro, eran más: ganaron 39-27 y ahí terminaron el anhelo de alcanzar la Copa del Mundo de Gales y los días en que Frano Botica jugó con Croacia.

En 2010 supimos que Botica Sr. había caído en bancarrota, cazado por la crisis inmobiliaria, que lo agarró con un fuerte número de inversiones en ladrillo y lo llevó al precipicio. Pero no aguarden ustedes una historia miserable. No con Frano Botica: "He perdido mucho dinero a mano de los bancos y tal... pero que le den por el culo. La vida sigue. Volveré, lo prometo", fueron sus vehementes palabras en los medios de comunicación cuando el caso salió a la luz, después de ser visto en un tribunal de Auckland. Afortunadamente, ahora de lo que hablamos es de su hijo Ben Botica, justo en el fin de semana en el que los Harlequins (aquel ajedrezado de las camisetas croatas de su padre es ahora el arlequinado de los Quins para el hijo) afrontan en la Heineken Cup un partido propicio con Zebre para apuntalar su camino a los cuartos de final. Mientras, Biarritz se mide con Connacht, segundo en el grupo, acosado por la posibilidad cada vez más evidente de la eliminación en la fase de grupos de una Copa de Europa que inicia la segunda vuelta de esta primera ronda.

Fue precisamente en la ida contra los franceses (aquí se puede ver el partido) cuando Botica surgió de la alargada sombra de Nick Evans, el número 10 indiscutido de los Quins. Otro ex All Black, por cierto, con más de cien partidos a sus espaldas en el club y la reputación de haberse convertido, con el permiso de Dan Carter y pocos más, en uno de los mejores aperturas del momento en todo el planeta. Frano le hace de agente (no inmobiliario, esperemos) o algo así a su hijo: "Cuando me llamó después de ese partido con Biarritz trataba de disimular su orgullo, pero estaba ahí... Siempre me da buenos consejos. Justo antes de ese partido me había dicho: cuando llegue la oportunidad, hay que aprovecharla". Nada que no hubiéramos podido decirle cualquiera al muchacho, pero uno ha de creer a su padre si no quiere descreer del mundo entero. Botica Jr. llegó el verano pasado a Londres. Había llamado la atención de Conor O'Shea, el ojeador de los Quins, durante su periodo en la ITM Cup en North Harbour, equipo desde el cual fue pateando balones adolescentes entre los palos, para meterse en el equipo nacional del rugby escolar neozelandés. "El apellido me sonaba, claro", ha contado O'Shea. "Así que, como conocía a su padre, pensé que probablemente también Ben tendría pasaporte inglés... Luego mandamos a Sean Fitzpatrick a que hablase con padre e hijo". Una vez más, el juego adquiría tanta importancia como los mandatos de la sangre. Frano Botica (neozelandés de sangre maorí mezclada con croata) pasó diez años de su vida jugando en Inglaterra, la mayor parte en rugby league, y esa estancia permite la elegibilidad de su hijo Ben en el equipo de Lancaster.

Las coincidencias se amontonaron. Benjamin Botica también emigró joven y, antes de que lo descubrieran los Quins, había pasado una temporada en los espoirs de Biarritz, otra experiencia vital y deportiva que añadir a su currículum. Un equipo que también había acogido a su padre dos décadas antes. El papel de artista secundario de Ben en los Quins, frente a Evans, igual que su padre lo tuvo en los All Blacks frente a Fox. La especialización del joven en la pelota parada. Y, a mediados del pasado octubre, la revelación frente a Biarritz Olympique, su ex equipo. El lugar en el que, aún joven, había buscado ensanchar sus territorios como jugador. Para la emergencia de Ben Botica hubo de mediar una lesión: Nick Evans se retiró de aquel partido contra el BO en el minuto 18 y Botica hubo de saltar al campo para asumir la dirección del juego. Era su segunda aparición con la camiseta londinense esta temporada: "Estaba bromeando en el banquillo con los compañeros y jugueteando con el gorro de lana de los Quins que me tejió mi abuela y, al momento siguiente, en el campo. Pero, la verdad, no me puse nervioso. Me sentí muy a gusto". Lo demostró con 18 puntos. La frialdad y la solvencia con la que asumió el papel propulsó a los Harlequins a una victoria expansiva (40-13) frente a uno de sus grandes rivales en un grupo en el que también está Connacht. Desde entonces, y a pesar de la evidente prevalencia de la renovación de Nick Evans por tres años más, los Quins saben que tienen en Ben Botica, el hijo de Frano, un recambio de muchas garantías. Que hay vida más allá del agudo director de juego kiwi. A la semana siguiente, precisamente frente a la provincia irlandesa, sumó 20 puntos más en la segunda de las tres victorias de los ingleses en la Heineken. La fiabilidad de Botica con el pie en el mayor escenario internacional ratificaba todas las impresiones reunidas en el proceso de su fichaje: "En Nueva Zelanda llegó a acumular 34 patadas a palos sin error", registró O'Shea en su scouting de Ben Botica. Botica lleva anotados 45 puntos en los tres partidos jugados hasta ahora en la HCup, una cifra sólo rebasada por los 48 del escocés Dan Parks. Y, acabado octubre, los aficionados de los Quins lo habían elegido Jugador del Mes. Más allá de su apellido, su pelea consiste en hacerse un hueco en el equipo (puede jugar también como centro), tanto como poner de relieve un nombre que lo identifique por sí mismo y no por razón de su ascendencia. Salir de la sombras llamadas Evans y Frano. Esa rutinaria epopeya de formación y autoafirmación, mezclada con los antecedentes y las circunstancias, componen una buena historia; mientras, van perfilando la figura de lo que parece un gran jugador.


(contiene video)

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27 diciembre 2012

Por Mario Ornat

24 de junio de 1995: el día que se acabó el 'apartheid'... y la cerveza

A mediados de los noventa vivíamos en el noroeste de Londres, en una pacífica calle lateral de Harrow Road, a medio camino entre Kensal Green y Willesden Junction. No demasiado lejos, si se consideran las desmesuradas proporciones de la ciudad, del campo en el que los London Wasps jugaban sus partidos antes de la conversión al profesionalismo. En sus últimos días allí, antes de irse a cobrar un sueldo a los emergentes Newcastle Falcons, mascarón de proa del rugby de pago, a Rob Andrew le tomaban el pelo desde la única tribuna del recinto: "Hey Robbie, pints are on ya' today mate!". Hoy invitas tú a las pintas, tío... Christopher Robert Andrew mascullaba entre dientes una sonrisa y seguía calentando su mecánica patada a palos, que había convertido en una de las principales armas del Imperio de la Rosa. El último partido que vimos en ese campo de los Wasps, en los primeros días de otoño, fue contra Bath, donde jugaban entre otros Victor Ubogu, el voluminoso pilar nigeriano de Inglaterra, que montaría cerca de Picadilly Circus el primer bar de deportes que conocimos. También Jerry Guscott, al que saludamos arrobados al final. Y desde luego Mike Catt, el hombre que sólo unos meses antes había sido arrollado por el fenómeno Jonah Lomu, suceso que presenciamos en un televisor colectivizado, durante uno de los últimos domingos de horario restringido de las public houses inglesas. Mientras los londinenses bebían (o bebíamos) y pedíamos la ración tradicional del sunday roast-beef, Lomu aplastó a Catt. Y ese dramático momento fue recibido en el entusiasmado pub, siempre lo recordaré, con una sonora carcajada admirativa que venía a decir: oigan, ese tipo del penacho negro en la frente es a la vez temible y divertido. No he visto yo nunca más un momento tan acabado de colectiva suspensión del orgullo albión... En poco tiempo el rugby se hizo profesional, los pubs recibieron permiso para estirar sus horarios y licencias más allá de las once de la noche y nosotros regresamos del exilio con algunas historias bajo el brazo. Por ejemplo, ésta del día en que en Sudáfrica se acabó el apartheid; y al norte de Londres, la cerveza.

En aquellas semanas de consagración de Lomu, durante el Mundial sudafricano, nadie pudo imaginar lo que sucedería unos días más tarde. Lomu, a nuestros ojos, parecía el primer jugador capaz de invertir la ley no escrita del juego, según la cual el rugby es el deporte más colectivo posible. Resulta que el muchacho era capaz de ganar los partidos él solo. Se trataba de hacerle llegar la pelota y mirar cómo tumbaba muñecos de camino al ensayo. Y además jugaba con los All Blacks, claro. El asunto de que levantaran su segunda Copa del Mundo parecía apenas una rutina del calendario. Cerca de casa estaban la vieja prisión de Wormwood Scrubs, con un cercano parque urbano y su extenso claro, en el que había clavados unos palos de rugby. Y, al lado, un pequeño campo de atletismo bautizado en honor del campeón olímpico británico de los 100 metros en Barcelona 92: Linford Christie. En el estadio Linford Christie alguien organizó una macro fiesta con pantallas gigantes, bares, barras, tiendas y diversión variada para ver la final del Mundial de rugby y pasar un día en el campo. Y allá fuimos, previo pago de la entrada y armados los bolsillos de libras para gastar en los tenderetes y fatigar los generosos puestos de cerveza.

En aquel partido se produjeron varios hechos distintivos. Algunos impensables y otros históricos, todos bien sabidos. Los Springboks detuvieron a Jonah Lomu, la picadora de carne que apilaba hombres a su espalda, a razón de 10 segundos los cien metros. El partido acabó empatado a 12 y se jugó la primera prórroga de una final. Y Joel Stransky hizo los 15 puntos de los Bokke, incluido un drop vencedor, tan sutil que parece increíble. Sudáfrica ganó la final con un solo hombre negro en sus filas (el ala Chester Williams) en un país en el que el presidente era Nelson Mandela, prisionero célebre de la historia: no sé si después del Al Capone de Alcatraz y supongo que antes del Rudolf Hess de Spandau. El presidente Mandela le entregó la Copa al capitán Pienaar. Esa imagen puso fin al apartheid y dirigió el proceso de reconstrucción social del país. Todos estos acontecimientos fueron la materia prima con la que John Carlin escribió Invictus, narración que, como sabe cualquiera, luego derivó en una película algo pálida de Clint Eastwood. Al menos a mí me lo pareció: debo de ser de los pocos aficionados al rugby (e incondicional de Eastwood, si vamos a eso) a los que el filme los dejó fríos. Me interesa, y me emociona, mucho más este documental llamado Nelson Mandela, el jugador número 16, que en su día emitió Digital+. Pero ese es otro tema.

Yo no quería hablar de todo eso. Porque todo eso ya lo sabe cualquiera al que le guste este juego. Y sobre todo porque, naturalmente, en el agitado estadio Linford Christie de Londres nadie tuvo demasiada conciencia del significado profundo de aquellas imágenes en el final del partido. Los que estuvimos allí vivimos en cierto modo condenados a recordar de aquel día no la brillante emboscada sudafricana, ni la derrota All Black, ni el drop de Stransky en la prórroga, ni la gorra de Mandela. Sí, ese día acabó el apartheid. Pero es que también ese día, en medio del noroeste de Londres y de una turba juerguista, de un tercer tiempo sin fronteras, en el estadio Linford Christie fuimos testigos de un instante tremendo. Uno de esos momentos en los que a uno le parece que alguien ha serrado el suelo bajo sus pies, que lo han asomado al precipicio, que la vida ya nunca volverá a ser lo mismo. Ese momento sobrecogedor en el que, en medio de la curda global que hermanaba a derrotados neozelandeses, victoriosos sudafricanos y envalentonados espontáneos de la selección Beodos Rest of the World, cuando la magnificada euforia colectiva nos hace creer que la fiesta no se terminará nunca y que atravesaremos todos juntos tres o cuatro dimensiones desconocidas antes de volver a casa, entonces alguien anunció con laconismo: "Chicos... se ha acabado la cerveza".

Retrospectivamente me doy cuenta de que aquél constituyó un momento dramático, que podría haber derivado en un desaforado drama multitudinario. Sí, se puede admitir que en el tercer tiempo de tu partido del sábado al equipo anfitrión se le acabe la birra, aunque no debería; o que en el Seis Naciones, en el Stade de France, uno no pueda tomarse un buen vaso porque sólo venden la bière sans alcool. Pero imagine usted a varios miles de bárbaros mamados al aire libre, al final de un encuentro histórico de rugby, y comprenderá que un ejército desenfrenado como el que integrábamos suele admitir de mala gana que se acabe la cerveza que ellos mismos han contribuido a comprar con su entrada. Y, aún peor, que nadie les dé explicaciones convincentes acerca de cómo se ha llegado a tal situación, del todo extrema. Todo el mundo sabe que algo así no es posible. Que la cerveza, en general y desde luego en una macro fiesta alrededor de uno de los partidos más grandes de rugby de todos los tiempos, simplemente no se puede acabar. Que la cerveza se termine en un día así, cuando la tarde no ha caído del todo y aún hay luz, resulta un fenómeno metafísicamente incomprensible. O sea, como la muerte. Algo en lo que no hay que pensar porque, si se piensa, uno no alcanza a vivir con la conciencia tranquila, y lo carcomen sollozos desordenados y preguntas repetidas sin sentido: ¿Cómo ha podido ocurrir? ¿Qué hicimos mal? ¿A dónde nos dirigimos? ¿Cómo no supimos verlo a tiempo? Y en tan agrio monólogo interior, a veces elevado a los gritos, en tan humano soliloquio, acostumbra a ocurrir que se apodera del curda un incómodo sentimiento de culpa que debe liberar, sea como sea, antes de reventar por dentro, antes de convertirse en un loco sin remedio, antes de que lo asalten instintos suicidas, negaciones de deidades, blasfemias medievales y heréticos pensamientos. Cuando se acaba la cerveza la gente acaba por querer volcar el bar, si puede ser con los camareros dentro. El caso es que aquella tarde de 1995, en lugar de arrasar el estadio y sus alrededores, en el Linford Christie se produjo un milagro. Fue eso, un prodigio inconsciente. O fue que la organización tuviera todo previsto y supiera cómo combatir la frustración de los miles de asistentes. En el instante decisivo, cuando el estadio podría haber implosionado en una deflagración de consecuencias imprevisibles, ocurrió esto: alguien sacó de algún sitio un balón de rugby.

La aparición de la pelota oval provocó un rugido gigantesco, como una llamarada de voces salvajes al unísono. Y, antes de que yo pudiera darme cuenta de lo que ocurría y propinarle un par de tragos despectivos a la pinta de sidra en la que había derivado mi ingesta de sustancias, varias decenas de muchachos, que probablemente a esas horas no serían ya capaces de reconocer a su hermana, se habían constituido en sendos equipos de rugby. No sé cuánta gente habría ahí metida, cuántos se alistaron en pocos segundos al partido más brutalmente multitudinario en el que yo haya tenido ocasión de participar. Puede que fueran cincuenta; fácilmente serían cien antes de dos minutos. Eran muchos. Eran claramente demasiados, pero a ellos no se lo parecía: hablantes del idioma común, pronto los vi dispuestos en dos interminables líneas que se extendían por la longitud del campo que no habían ocupado las pantallas y la parafernalia mercadotécnica. Enseguida asomaron más balones y se montaron varios partidos, todos mezclados. O sea, que ninguno empezaba ni acababa en ninguna parte. No había límites, literalmente, de forma que podías pasarte de uno a otro match sin dar explicaciones y sin que nadie sospechara o considerase que allí se estaba produciendo una ilegalidad. A menudo, cuando veo al árbitro contando si somos 15 jugadores en el inicio de un partido, antes del kick de salida, recuerdo aquel alboroto innumerado en el estadio Linford Christie. Cada pelota era un partido, sin más. Si te llegaba, estabas dentro. Y había que avanzar con ella, claro...

Antes de cinco minutos aquello estaba en marcha y puedo asegurar que la sola observación del acontecimiento provocaba escalofríos. Lo que siguió fue una batalla campal con uno o más balones por el medio. Pero una batalla campal por el número, el aparente desorden y las dimensiones, no porque asomara gesto alguno de violencia. Todo, salvo la forma, tenía que ver con las reglas de un partido porque, además, las decenas de muchachos metidos en ello demostraron un gran sentido práctico, sorprendente dadas las circunstancias: para no tener que preocuparse de la interpretación de las reglas del maul y el ruck ni el juego subterráneo, resolvieron jugar al rugby league. El resultado fue un tremendo pandemónium de gente que chocaba contra otra gente, placajes tremendos, balones que iban de un lado a otro embebidos en las embriagadas líneas, carreras furibundas detenidas con una fiereza inhumana, pelotazos que volaban arriba y que diez, quince, veinte zagueros sobrevenidos esperaban abajo, a los empujones, para reclamarlo suyo. Naturalmente nadie llevaba ropa de deporte. Desde luego, nadie arbitraba ni tuvo intención de hacerlo. En el estado de inconsciencia colectiva en el que esos muchachos se encontraban, la psicopática ferocidad de las percusiones y los placajes alcanzó la textura de una película de terror. Yo me mantuve al margen. Creo que es el único partido de rugby en el que he tenido miedo de participar en toda mi vida. De hecho, no lo hice. Preferí consumir pintas de sidra hasta la literal náusea. Llegada la hora, se me llevaron. Cuando los dejé, allí seguían. Se retiraban unos y entraban otros. No faltaba quien quisiera ingresar en la picadora de carne. Parecía una guerra, pero era exactamente lo contrario. Era la paz oval. Era como la célebre Tregua de Navidad, el Pipes of Peace de McCartney, sólo que en el día de San Juan. Allá abajo, en Sudáfrica, mientras un país entero festejaba alrededor de un equipo, Mandela hizo un discurso memorable: "El deporte puede crear esperanza donde sólo había desesperación". Lo dijo pensando en su pueblo, el racismo y la reconciliación. Los que estuvimos esa misma tarde en el estadio Linford Christie podríamos corroborar que sus palabras tienen un enorme significado. Se acabó la cerveza. Y del desastre colectivo nos salvó una pelota de rugby.


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09 enero 2013

Por Mario Ornat

El silencio del vestuario...

Yo soy el 1. Me gusta decirlo así. Soy el 1. Me gusta ser el 1 y no cualquier otro número. A veces he sido el 2 y en ocasiones el 3. De hecho en los últimos años he cruzado la primera línea de lado a lado: pasé por talonador algunas temporadas y, ahora que desde abajo aparecen chicos que sí encuentran al saltador en las melés, no como yo que la tiro a cualquier lado, me han desplazado al pilar diestro. El número 3. Durante años no podía jugar ahí: no me encontraba el cuerpo, no podía entrar bien en la melé, como si me hubiera puesto una camisa del revés, con los botones a la espalda; o los zapatos cambiados de pie. Esa incomodidad. Ahora me siento confortable en el puesto y disfruto retorciendo pilares izquierdos, como tantas veces me ocurrió a mí al otro lado. Juego de 3, pero siempre quiero ser el 1. Soy un fundamentalista del 1. Si en el acta me apuntan con el 3, pido que me lo cambien; si me quieren dar la camiseta con el 3, pido el 1. Me parece que el número tiene una prestancia inigualable. Tal vez sólo subjetiva, desde luego; porque es el mío. Yo soy pilier gauche, en francés. O como dicen los ingleses, loose-head prop: pilar con la cabeza libre. Lo fui desde el primer día. El 1. Siempre.

El primer partido que jugué en la vida lo perdí. Creo que perdí varios seguidos. El día que gané me ahogó la emoción. El día que metí mi primer ensayo, me creció un nudo insoportable en la garganta. Y lo mismo cuando, muchos años después, posé dos, ya siendo veterano. El día que me nombraron Mejor Jugador de la Temporada en mi club, supe que el rugby me salvaría siempre y cada vez que fuera necesario. Pero ese primer día perdimos. Y luego hubo un tercer tiempo delirante; y más tarde una cena de equipo. Y la gente que llevaba tiempo nos decía que la primera línea había estado sensacional. Yo ni sabía cómo jugaba una primera línea. Chocaba y empujaba. Me enfrenté con un tipo con el que me iba a enfrentar decenas de veces en las siguientes décadas. No sé si toqué el balón una sola vez. A veces en las touches no sabía bien qué había que hacer o dónde debía ir; otras, me hundían en la melé y gente que no había jugado nunca ahí me daba instrucciones sobre realidades que ellos mismos desconocían; en ocasiones me faltaba el aire y creía que no iba a levantarme nunca. ¿Un entrenador? Pasé años sin un entrenador. Fuimos autodidactas. Pateábamos a palos porque nos quedaba en el golpeo del balón un residuo de los años de fútbol. Jugando al rugby aprendimos a jugar al rugby, pero no sólo eso. Había muchas cosas que aprender acerca de todo lo importante, y el rugby enseña (casi) todo lo necesario para que uno pueda sostenerse de pie en el medio del mundo. Así de generoso resultaba este juego. Al final de aquella primera noche creí entrever que en ningún otro lugar del mundo estaría mejor que en la primera línea de mi equipo de rugby.

Cuando comencé a jugar, solía mirar a los rivales durante los minutos previos al partido, mientras llegaban al vestuario. Calculaba su tamaño y el peso, la potencia que desarrollarían en un choque, la posibilidad de hacerme daño contra alguno de ellos, mi capacidad de enfrentarlos y detenerlos. También había jugadores engañosamente pequeños, sí, construidos de nervios, diseñados para rebotar y escapar, para abrazarte las piernas, para morderte abajo como perros. Pero a mí me tocaban los pesados, los de las espaldas anchas, la barriga orgullosa, los altos, los grandes, los fuertes, los que componían muecas desagradables, los de las orejas sujetas con cinta aislante, los del cuello rugoso. Los delanteros. Yo era uno de ellos, y aún lo soy, pero estaba al otro lado. Los miraba y sentía temor. Dudaba que yo inspirase esa impresión en ellos. El tiempo ha borrado del todo ese miedo, que se desvanecía en la protección amiga del vestuario, y en las risotadas que precedían al partido. El vestuario es un lugar cálido, aunque sea angosto, la ducha haya derivado a un oscuro vertedero de cascotes y de los caños no salga agua caliente. O que no salga agua, siquiera. Así era el primer vestuario en el que, apenas, me senté. Pese a todo, pronto uno sabe que un vestuario de rugby es un lugar en el que uno podría fácilmente pasar el resto de su vida, en un cómodo bucle espaciotemporal que comprendiese aproximadamente esa hora escasa en la que los chicos van entrando poco a poco y ocupando su lugar. Todo eso querríamos vivirlo una y otra vez, sin solución de continuidad. Una y otra vez. Que acabase y volviera a empezar.

Y lo querríamos así porque sabemos que en el rugby hay dos momentos y dos lugares incomparables que uno jamás desearía que se terminaran. El primero es ese rato en que cada uno se quita la ropa de su vida artificial, la que hay afuera, las historias que lo persiguen, las obsesiones, los temores, y se va poniendo la armadura que compone la indumentaria de nuestra existencia real: una camiseta, con un número. Unos colores. Un escudo. No nos importaría quedar atrapados en un día de la marmota oval en el que se reiteraran todas esas etapas en las que la juerga bromista de la llegada al vestuario, antes de un partido, va derivando en un progresivo ensimismamiento del hombre que deja de ser hombre, con sus ganas de chiste y de risa, y empieza a ser jugador, a interiorizar lo que viene, a pensar en lo que le toca, a jugar el partido la primera de las dos veces que le va a tocar jugarlo. Una dentro de su cerebro; la otra fuera, en interacción con todos sus semejantes, próximos y enemigos. Ese rato que espesa el ambiente antes de la acción…Y decimos acción porque, si dijéramos jugar el partido, estaríamos perdiendo un sinfín de matices; y cualquiera que haya estado ahí sabe que, sí, jugamos al rugby… ese es el verbo que se utiliza. Pero decir jugar no es decirlo todo.

La diferencia se entiende en cuanto uno comprueba el espeso silencio en que se viste un equipo. Ese silencio del vestuario lo cuenta todo, aunque parezca vagamente contradictorio. El silencio que gana las paredes, las perchas, la ducha silenciosa, la mente y los cuerpos. El silencio que permite la escenificación de una cuidadosa liturgia de vendas, linimento, crema calentadora, masajes, cinta para sujetar las torsiones articulares, esparadrapo, fundas en los dientes, vaselina en el rostro, balones golpeados contra los hombros, cuellos en violentas rotaciones, expresiones obtusas, tensión en las voces, abrazos interminables, pelotas que revolotean nerviosas en espacios mínimos, ansiando el tacto de la guerra, y miradas contra el espejo de tipos apartados del grupo, que hacen girar su cuello mientras descifran letanías de embrutecimiento, de autoafirmación física, de locura competitiva, de sangre contenida que hierve. Podrán inventar cascos de espuma para la cabeza, protectores bucales, corpiños mullidos que amplían la envergadura de los hombros… Todos los aditamentos que quieran. Pero todos sabemos que sólo hay una coraza verdadera que te aprisiona el esqueleto, que lo hace duro, intocable, resistente, poderoso. Que te protege de verdad: es tu camiseta y el deseo inconmensurable que cabe dentro de ella. Y sabes que estás preparado cuando, por fin, la camiseta baja sobre el cuerpo. Una vez que la camiseta está sobre el cuerpo, ya no hay nada más. Nada que pensar, nada que decir, nada que temer. Sólo ir reuniéndote alrededor de unas palabras, que a lo mejor dices tú si tienes el honor de estar en el centro y dirigirte a tus amigos para que te escuchen, si tienes algo que decir que sea sustancial, que pueda comunicarles la fiereza, la disposición, el compromiso, la importancia, la hermandad. Que pueda dirigir sus cerebros a dos o tres conceptos únicos: el equipo, la lucha, el partido. Todos esos momentos que concluyen cuando los suplentes y los chicos del equipo inferior hacen un pasillo a la puerta del vestuario y emerge en fila el ejército sentimental que es un equipo de rugby. Entonces, cede el silencio. Entonces, mientras tus tacos repican en la baldosa de camino al campo, entonces es cuando deseas ser piedra.

El segundo instante es algo posterior y mucho más efímero. Dura apenas unos segundos y lo contiene el momento, ya fuera, sobre el campo, en que el árbitro ha comprobado que todo está en orden, han asentido los dos capitanes y la pelota va a ponerse en juego. Alguien la está sujetando levemente, con la yema de los dedos, entre sus manos. Alrededor hay un silencio como un responso. Porque ya está todo dicho; o porque nadie quiere extraviar energías; porque el silencio es aún más imponente que cualquier palabra. Tal vez alguien cuelga un grito de ánimo en el aire, desde fuera o desde dentro, pero tú ya no oyes nada. Sólo miras con nerviosa anticipación a ese tipo que tiene el cuerpo un poco encorvado, la espalda algo echada adelante, las botas nerviosas y la pelota entre los dedos. El que va a dejar caer la pelota dentro de un segundo, levemente, como si la hiciera descender por un invisible hilo vertical, para luego encontrarla abajo en un botepronto y enviarla en un planeo elíptico, como una bomba fatal, para que caiga al otro lado de la muralla. Miras porque sabes que hay que ir a buscarla. Ahí hay que ir. Por cojones y con ellos. Tú y los otros. Todos. Hay que ir igual que uno va a al frente, con la inconsciencia de fatalidad que nos trasciende, queriendo esa obligación aunque nos pueda acarrear dolor. Amándola. Porque uno sabe muy bien, perfectamente bien, lo que va a encontrar allá enfrente: un muro de cuerpos que aguarda la colisión frente a otro muro de cuerpos. En ese instante, uno no piensa, pero el cuerpo libera en su insondable fisiología una oración para que los pulmones se abran y no se interpongan en lo que ha de ocurrir durante los siguientes 80 minutos; para que no te detenga un solo dolor ni un solo golpe; para derribar obstáculos, hacer retroceder hombres y avanzar en vanguardia. Para ser piedra, otra vez, todas las veces que sea necesario. Y se activa todo lo que tiene que ver con la pelota, el espacio, el contrario, la demolición, el ensayo. Es curioso porque, después de ese primer choque contra la pared, tan poco racional en términos intelectuales, hay que ponerse a pensar y ya no dejar de hacerlo. Pensar y sufrir, empujar y pensar, defender y pensar, pasar y pensar, correr hasta allá y pensar, volver a este lado y pensar, levantar y pensar, placar y pensar, contar y pensar, mirar y pensar, calcular y pensar, trabajar y pensar, ir abajo y pensar, chocar y pensar, levantarse y pensar, parar arriba y pensar, golpear y pensar, atacar y pensar, apretar y pensar. Empujar y empujar, pensar y empujar. Sentir y pensar. Todo viene ahí, a partir de ahí. En ese silencio de tonelada en el que se oye el viento, revientan las voces cuando el pelotazo se levanta en el aire. Ahí donde caiga... ahí comienza la historia.


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'Con sabor a cerveza negra'

Noches en vela
Entonces me acordé de aquella historia de un niño inglés, que con apenas diez años, ya sufría estas noches en vela antes de los partidos... no era el aspecto físico lo que asustaba al pequeño, era la amenaza constante de perder la que le paralizaba

Por Bruno López 28/01/13

El otro día estaba yo en el hospital, metido en una cama, y por delante tenía una de esas noches que todos hemos pasado alguna vez: noches donde los problemas giran una y otra vez dentro de tu cabeza, toman formas diferentes, donde lo que va a pasar al día siguiente se reproduce una y mil veces en tu mente, cada vez con distinto resultado, fruto de las ganas que realmente tienes de que llegue el momento, o como en esta ocasión, de que pase. Pero ante tí se extiende un manto oscuro en forma de noche inevitable, y, aunque tus párpados están cerrados, tus ojos están abiertos como platos.

Entonces me acordé de aquella historia de un niño inglés, que con apenas diez años, ya sufría estas noches en vela antes de los partidos. No, no era el aspecto físico lo que asustaba al pequeño, es más, placar era (y aún lo es) lo que más le unía al rugby. Era la amenaza constante de perder, de fallarse a sí mismo y a los demás la que le paralizaba, el estrés transformado en un mar de lágrimas y un fuerte impulso de no ir al partido al día siguiente.

La rutina pre-partido no cambia: veinte patadas a palos desde cada punto y veinte drops con cada pie
Así, aquel niño inglés desarrollo un curioso sistema que le permitía calmarse: se ponía el despertador a mitad de la noche, y cuando al despertarse, a las 5 de la mañana, comprobaba que aún faltaban unas cuantas horas para el partido esa sensación le reconfortaba lo suficiente como para aliviar el estrés. Sin embargo, cuando el despertador sonaba horas más tarde por segunda vez, la sensación era inevitable y su padre a menudo tenía que parar el coche de camino a los partidos porque el estómago del pequeño no aguantaba más.

Catorce años más tarde, el niño, ahora ya hecho todo un hombre, vuelve a escuchar ese despertador a las ocho de la mañana de un 22 de noviembre de 2003, nada más y nada menos que en un hotel australiano... es el día más importante de su vida. La sensación, volvía a ser la misma. "¿No sería todo más fácil si no apareciese hoy?" Se pregunta. Pero sabe que esta vez, no hay escapatoria. Por debajo de su puerta se cuela una pequeña hoja de papel. Por la letra, adivina que viene de Matt Dawson. La hoja lleva por título: 'Inglaterra-Australia, Jonny Wilkinson, Cap número 52' y es un listado de lo que el propio Matt, y el resto del equipo, esperan de él ese día. Son frases cortas y simples como: "Obtén lo que te mereces", "100 por 100 de acierto en los placajes", "Drop goals"... y al lado Jonny va haciendo sus anotaciones, visualizando su final. Visualizando su partido.

Después, desayuno y entreno. Hay mucho silencio ese día, pero la rutina pre-partido no cambia: veinte patadas a palos desde cada punto y veinte drops con cada pie. 'Johnno' se lleva a los delanteros y a Jonny le toca alentar a la línea. Justo antes de partir hacia el estadio, el 'staff' de Inglaterra le entrega un fax, destinado para ser leído en ese mismo instante, enviado por Blackie, su gran amigo y entrenador. En él reproduce un discurso del General Patton a sus tropas. "Hoy debéis hacer más de lo que se pide de vosotros. Nunca penséis que habéis hecho lo suficiente hasta que el trabajo esté acabado. Siempre hay algo más que se puede hacer para conseguir la victoria. Nunca dejéis a nadie a cargo de motivaros. Debéis poder hacerlo vosotros mismos. Debéis poseer esa chispa de iniciativa personal que distingue al líder de los que son liderados. La habilidad de motivarte bebiendo de tu interior es la clave para estar un paso por delante del resto y distinguirte de los demás. Una vez lo consigues, ya no hay límites. Buscad siempre la manera de mejorar. Buscad al guerrero que lleváis dentro y sacadlo en el campo de batalla".


Es entonces cuando aquel niño, lleno de nervios, ahogado en ansiedad, se convierte en ese jugador ultra-competitivo y perfeccionista y, cuando Inglaterra entra en el vestuario del Telstra Stadium aquella tarde, Jonny Wilkinson ya sólo tiene una palabra en su cabeza: Ganar. 'Johnno' pone el resto, sus palabras llevan el peso de su carisma. "Es nuestra hora, nuestro momento. El año pasado le ganamos a todo y a todos. Es este pensamiento el que quiero que retengáis en vuestras cabezas. Es el partido de nuestras vidas y no quiero remordimientos después".

Y allí, en aquel corro, minutos antes del partido más importante de su carrera, entre el olor a sudor y gloria por venir, el ruido de los tacos y la batalla que ya llega, los gritos de Dallaglio y Vickery, a Jonny le pasan como en una vieja película muchos momentos por la cabeza: su debut con Inglaterra, un histórico y humillante 76-0 frente a Australia, las lágrimas de rabia ese día y el "nunca más", los 7.000 'drops' en los dos meses previos al campeonato, las horas extras entrenando, la pierna golpeando el óvalo como el percutor de una pistola…

Y cuando saltan al campo, el estruendo del Telstra Stadium es sólo un pequeño murmullo para Jonny Wilkinson. Lo que pasó después, ya es historia. Y con la imagen de un niño nervioso golpeando un 'drop' mágico me dormí esa noche, pensando que, a todos nos llegará algún día nuestro Telstra Stadium, nuestro 22 de noviembre y la oportunidad de jugarnos ese drop. Algún día.


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'CON SABOR A CERVEZA NEGRA'

Cuando Brian conoció a Jonny

Por Bruno López 20/03/13

Dicen que hay personas que llegan a nuestra vida cuando más las necesitamos. Que se mantienen ahí, a la vista pero escondidas, a la vuelta de la esquina esperando al momento justo. Esta es la historia de dos vidas cruzadas.

EL DESPERTAR DE UN SUEÑO
Año 2003. O para el rugby inglés, año cero después de Jonny. Millones de corazones en un puño con un óvalo que viaja con destino a la historia. El drop que nos llevó a todos a la tierra de los sueños. Para aquel niño que pasaba las noches en vela, esa patada cambiaría su vida para siempre. Y mientras las celebraciones se sucedían a la llegada a casa, Jonny Wilkinson no sabía que le esperaba un duro camino.

Todo comenzó con aplausos interminables, que se convirtieron en inmerecidos. A Jonny le costaba asimilar su nuevo status de mesías del rugby, donde nada podía hacer mal. Salía de todos los campos entre ovaciones cerradas, y comenzaba a perder el 'feedback' externo de su propio trabajo, que se diluía en constantes recuerdos de un drop y un mundial que ya habían pasado. "¿Por qué me siguen aplaudiendo si hoy he jugado un mal partido?" La mente de Jonny no podía asimilarlo. Cuando Newcastle perdía, la prensa apuntaba a unos compañeros que no estaban a la altura del gran Wilkinson, cuando ganaban, seguro que era éste el que había conducido a los Falcons a la victoria. Jonny sufría del castigo del éxito eterno.

Como Aquiles, Jonny pronto encontraría el precio a pagar por pasar a la historia. Lesiones que llegaron sin avisar, sin cesar, sin descanso ni final. Primero ese hombro maltrecho. Luego una grave lesión en la columna. Así pasaron 2003 y 2004, del cielo al infierno hay sólo un paso.

"¿Quieres ser el capitán de los Lions?" La respuesta, innecesaria, fue una gran sonrisa
Al otro lado del canal de San Jorge, en Dublín, se forjaba una leyenda. El ascenso de un centro de pies rápidos y manos mágicas. El capitán que canalizaba las esperanzas perdidas de una nación que había perdido el norte. Y cuando llegó 2005, una llamada cambiaría para siempre la vida de Brian O’Driscoll. Una voz familiar que le invitaba a pasar un fin de semana en Inglaterra. Se trataba de Sir Clive Woodward, el artífice de la victoria de Inglaterra en aquel 2003 y recién nombrado entrenador de la gira de los Lions por Nueva Zelanda que llegaba ese verano. Y a su llegada, ese mismo día, durante la cena, Sir Clive lanzó la frase que Brian había soñado durante tantos años: "¿Quieres ser el capitán de los Lions?" La respuesta, innecesaria, fue una gran sonrisa. ¿Qué decir cuando te presentan el mayor honor que se puede conseguir en el mundo del rugby? ¿Ser el capitán de capitanes, el capitán de todo un hemisferio? Desde luego, para Brian ese era el reto. El momento y el lugar.

Junto con la orden de no desvelar durante meses ese secreto bien guardado, Woodward le encargó a Brian una lista con sus “imprescindibles” aquellos hombres que sí o sí tenían que estar en el avión a Nueva Zelanda. Los hombres del capitán. Brian regresó a Irlanda con muchas dudas en su cabeza. ¿Cómo entrenar todos los días con Leinster, sabiendo que tienes en tu poder cumplir el sueño de muchos de tus compañeros, y que quizás destruirás alguno de ellos para llevar alguien del máximo rival? La tarea sólo se conseguiría con una brutal honestidad. Cuando Brian devolvió la lista a Clive un nombre aparecía apuntado en letras grandes: JONNY WILKINSON. "Pero Brian, lleva todo el año sin jugar…" respondió Woodward. Llegaron a un acuerdo. Si Jonny conseguía jugar un partido completo con los Falcons, se vestiría de león. Era una apuesta arriesgada para Clive. En un año en el que Ronan O'Gara y Stephen Jones jugaban su mejor rugby, las críticas serían feroces. Confió en el instinto de BOD. Y con la temporada avanzada, las noticias iban llegando. Y Jonny, ajeno aún a lo que se estaba jugando, continuaba su lucha particular, su ¡Nunca más! personal. Primero unos minutos, luego una parte entera… y luego un partido que sellaba un billete a la tierra más hostil en el mundo del rugby. Jonny, serás león otra vez.

Brian O'Driscoll y Jonny Wilkinson se cruzan en el terreno de juego
DOS LEONES CON LOS MISMOS MIEDOS
El anuncio de su capitanía en la gira supuso un antes y un después en la vida de Brian O'Driscoll. Un hombre que había vivido hasta entonces relativamente tranquilo, se encontraba ahora con el acoso constante e incesante de los medios en todas las islas británicas. Y a las puertas de su máximo reto como jugador y persona, Brian se veía envuelto en ruedas de prensa interminables, sesiones de fotos, spots publicitarios. 'Paparazzis' acampados fuera de la que pronto tuvo que dejar de ser su casa en Dublín. Sus palabras eran analizadas hasta extremos irracionales, sacadas de contexto. Brian pensaba que una vez en Nueva Zelanda todo se quedaría atrás pero no fue así. Y gastaba más tiempo en eventos que en entrenar para los tres partidos más difíciles de su carrera.

Entonces, el hombre que jamás sucumbió a la presión de 80.000 almas cantando un 'Swing Low, Sweet Chariot', el dios que sonreía bajo la lluvia y el frio de Murrayfield, que disfrutaba de la hostilidad de Thomond Park o Welford Road, se bloqueaba ante los cientos de flashes que le acompañaban desde que ponía un pie fuera de su habitación de hotel. "¿Merece la pena? ¿A qué he venido aquí?" El estrés le costó un enfrentamiento con su pareja y su familia. El carácter de Brian cambiaba a pasos agigantados según avanzaba la concentración de los Lions previa a los tests contra Nueva Zelanda. Brian ya no sonreía, no cogía el teléfono, cancelaba todas las entrevistas. Sufría con cada mentira publicada en la prensa sobre supuestas peleas en los entrenamientos. Noches en vela. Y así, una de esas noches, se levantó y bajó al desierto bar del hotel.

Brian se sorprendió al descubrir una solitaria figura sentada en el bar mirando la televisión a aquellas horas. Y se sorprendió aún más cuando comprobó que se trataba de Jonny Wilkinson. Antes habían compartido terceros tiempos, otra gira ya lejana y eventos públicos, pero aquella vez se veían cara a cara, solos, por primera vez. "¿Tampoco puedes dormir?" Brian asintió mientras pedía una cerveza. A partir de aquel momento, la conversación fluyó sin parar, como si se tratase de dos amigos que hace tiempo que no se ven, y se ponen al hilo. Brian le contó el estrés que la fama le causaba, Jonny le dio los consejos que había aprendido a su vuelta del mundial. Recordaron momentos pasados y grandes placajes regalados del uno al otro. Volvieron las risas. Y la pregunta que había causado que Jonny estuviera en ese bar en primer lugar, no tardó en llegar: "¿Por qué me has traído Brian? ¿Por qué ahora, cuando estoy en mi peor momento, cuando ya nadie confía en mí?" Brian le miró fijamente y respondió: "Porque hay algo más grande aún que lograr tus sueños, que te los arrebaten y que sigas escalando la montaña para volverlos a cumplir". La noche siguió a ritmo de cervezas vacías, anécdotas, risas y momentos compartidos. Y donde se sentaron dos enemigos íntimos, se levantaron dos amigos para siempre.

"Porque hay algo más grande aún que lograr tus sueños, que te los arrebaten y que sigas escalando la montaña para volverlos a cumplir"
2005, 2006 y 2007 pasaron. Y cuando llegó 2008 era evidente que el viejo Jonny Wilkinson había vuelto. Recuperado por fin de infinitas lesiones. Con el diez de la rosa de nuevo en su espalda. A ritmo de records pulverizados. Y aquellos hipócritas que años atrás le daban por muerto, tardaron poco en subirse al carro. "He is back!", "Swing Low Jonny", eran las frases habituales. Sin embargo, donde Jonny recuperaba todos sus sueños, al otro lado del mar irlandés las cosas no iban tan bien. Era ahora Brian el que sufría de constantes lesiones, de una mala racha en su juego. 2007 había estado plagado de invitaciones a que se retirara. Sería recordado como aquel gran jugador que fue incapaz de conseguir nada con su club ni su país. Aquella historia de lo que pudo ser pero nunca fue. 2008 no mejoraría. Y el día en el que Brian recibía otro de los grandes honores en el mundo del rugby, capitanear a los Barbarians, O'Driscoll se caía de la convocatoria horas antes del partido. ¿Qué había sucedido? Brian recibía la noticia de que su mejor amigo se había suicidado en un bosque a las afueras de Dublín, a semanas de su boda, en la que Brian sería el padrino. Dicen que el día del funeral, en el momento de dar unas palabras, balón de rugby en la mano que simbolizaba lo que tanto les había unido, Brian O'Driscoll se derrumbó. Aquel hombre que no había tenido miedo a nada ni a nadie, que había placado a los más fuertes, a los más grandes, que sonreía ante retos imposibles, no fue capaz aquel día de articular una palabra.

Un día, en un estudio de televisión le preguntaron a Jonny sobre Brian. Qué pensaba sobre su estado de forma, sobre su futuro en el rugby. Jonny pensó durante unos segundos y pronunció una escueta frase: "Tiene una montaña por delante". Todos creyeron que Wilkinson estaba enterrando a Brian. Que no creía en su regreso por ser demasiado difícil. Bueno, todos no. En Dublín alguien recibía esas declaraciones con una amplia sonrisa. Brian entendió que Jonny le apuntaba el camino.

EPÍLOGO
Sólo un año más tarde, Brian O'Driscoll conseguía el Grand Slam con Irlanda, la Heineken Cup con Leinster y volvía a ser llamado para el Tour de los Lions. Siempre he pensado que en el rugby hay gestos, momentos y sensaciones que nos igualan a todos. El sonido del tape, de los tacos en el vestuario. Esa mezcla de nervios y excitación en tu estómago. La mano que se tiende al final del partido o que te levanta tras un placaje. Son los mismos en todo el mundo y a todos los niveles. A esos momentos se añade la cerveza que te tomas de noche en un bar vacío con la persona que llega a tu vida cuando más lo necesitas. Lo mejor de todo, es que nunca sabes cuándo va a suceder.


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'CON SABOR A CERVEZA NEGRA'

Leonas en la luna

Por Bruno López 30/04/13

Esta historia comienza así... 6 de junio de 1998. En Brisbane, un joven de 19 años llora desconsolado en un vestuario ya vacío. Lo que acaba de vivir, no puede ser más amargo. Aquel tenía que haber sido un gran día. Su gran día. Al fin y al cabo, era su debut con la selección nacional. Tantas emociones encapsuladas en un túnel de vestuarios justo antes de salir al campo. Tantos entrenos, tantas horas que te han llevado hasta allí. ¿Cómo describirlo? Seguro, que en ese día de tu debut, verás la recompensa a todo este camino. Eso pensaba aquel joven.

Pero todo fue una mala pesadilla. Ha protagonizado la derrota más abultada en la historia de su selección nacional. No sólo eso, sino que no ha podido anotar en todo el partido. Y mientras reniega de todo, con la camiseta blanca cubriéndole la cabeza, se promete, apretando los dientes, que eso no volverá a ocurrir. Aquel día Jonny Wilkinson falló dos patadas en la derrota más contundente de Inglaterra en toda su historia, 76-0 contra Australia. A la vuelta a casa, la prensa ya ha sacado el cuchillo. Serán días muy duros.

En mayo de 2012, las 'leonas', las integrantes de la indomable selección femenina de rugby, pierden 49-3 contra Italia. Acabarían cuartas del Campeonato de Europa. Después, una dura gira invernal donde Italia nos volvería a ganar. Y también Irlanda. Y País de Gales. Pero como aquel joven que lloraba en ese vestuario, y se prometía que eso no le volvería a pasar, las 'leonas' dejaban que las heridas de esas derrotas secaran al aire libre, que esas cicatrices les recordaran, cada día que se miraran al espejo, al sitio donde no querían volver y el rival que no les volvería a ganar. Siguió el trabajo duro, incesante. Aprender de los errores, de las debilidades, explotar fortalezas, unir el grupo. Todo ello en una temporada que no ha dado respiro. Gijón fue una luz al final del túnel. Palpar por primera vez la recompensa al trabajo.

Como en las buenas novelas, el destino mueve sus hilos para que te juegues un Mundial con ese rival contra el que has deseado tantas veces enfrentarte desde la derrota de mayo del 2012
Y llega el Central. Una explosión de juego e inteligencia. De concentración. Y pasan los días y como en esas buenas novelas, el destino mueve sus hilos para que el último día de torneo, te juegues un Mundial -volver a una cita mundialista, en este caso- con ese rival contra el que has deseado tantas veces enfrentarte desde aquella derrota. Y esa mañana seguro que muchas 'leonas' se miraron al espejo y vieron unas cicatrices que les recordaron quién se las había hecho.

Y llega Sidney. Y como en las buenas novelas, el destino mueve sus hilos para que, el último día de torneo, te juegues un Mundial -conquistar el cetro planetario, en este caso- con ese rival contra el que has deseado tantas veces enfrentarte desde aquella derrota. Y esa mañana seguro que Jonny Wilkinson se miró al espejo, y vio esa cicatriz tan profunda. ¿Qué pueden más, mis miedos o mis sueños?

Cuando las 'leonas' salían por el túnel del Central de la Ciudad Universitaria este sábado, la misma frase rondaba mi cabeza. A un lado, salían nuestros miedos: Manuela Furlán, Flavia Severin, Veronica Schiavon, Paola Zangirlonami… jugadoras que nos habían hecho tanto daño meses antes. Al otro lado, nuestros sueños impresos en un cartel verde en las gradas del central. Y ese nuestro Mundial llegó a la misma velocidad con la que Laura Esbrí cruzaba el campo del central de lado a lado perseguida por todo el equipo italiano y empujada por un campo que explotaba de júbilo.

El ensayo de Esbrí fue nuestro drop mágico, como el de Wilko en Australia; ya se sabe, el rugby siempre te tiene reservado ese gran día… si estás dispuesto a esperar
Fue nuestro drop mágico en el Central. Pero como fue el caso en aquel drop de Wilko, esa acción no fue más que el fruto de un esfuerzo de grupo, la unión de muchos retos y metas individuales en un gran sueño colectivo. La puesta en común de sacrificios personales hechos para llegar hasta allí y la conjura de que no sean en vano. El resto del partido se podría resumir con la misma instantánea. España corre, Italia persigue. Y al contrario de lo que mucha gente piensa, los miedos no se fueron en ningún momento. Simplemente se les dominó y se les superó.

El "¡Sí, sí, sí, nos vamos a Paris!" no era el cántico de un nuevo viaje, era el cántico de un regreso… al sitio que nos merecemos. Y lo cantaban al unísono desde toda España todas las jugadoras que durante estos últimos ocho años lo han perseguido sin cesar. Todas las que lucharon por lo que se consiguió este sábado. Ya se sabe, el rugby siempre te tiene reservado ese gran día… si estás dispuesto a esperar. Como aquel joven de 19 años.

Llegados a este punto, quizás alguien se preguntará el por qué del título de este artículo. Resulta que hace unos meses, alguien en las redes sociales me dijo que la clasificación para este Mundial, por encima de Escocia e Italia, era tan difícil como llegar a la luna. ¿Alguna vez habéis visto 'leonas' en la luna?


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'Sentimiento azul y negro'

Ese vestuario
En lo que todos coinciden, incluso ellos mismos, es en que están locos, jugando competición oficial contra veinteañeros... completamente locos
En el pasillo al final de cada partido, no hay cabezas más altas que las suyas porque el orgullo puede más que la losa del cansancio

Por Rafa de Santiago 15/05/13

Algunos jugadores van al campo andando desde casa, otros conducen 300 ó 600 kilómetros sólo para jugar y nadie da explicaciones ni las pide. Llevan 30 años riendo, sufriendo y jugando juntos, y un abrazo o un apretón de manos es todo cuanto tienen que decirse al volver a verse cada domingo por la mañana.

Ni sus mujeres ni sus hijos, ni sus nietos ni sus rivales, ni los árbitros ni los traumatólogos... nadie sabe por qué siguen. En lo que todos coinciden, incluso ellos mismos, es en que están locos, jugando competición oficial contra veinteañeros. Completamente locos.

Cuando los árbitros entran en ese vestuario a revisar los tacos y a dar la charla previa al partido, se dan cuenta de que hay algo raro. Ni mejor ni peor, pero huele diferente. Sonríen de forma diferente, parece que ya hubieran ganado. Hay códigos no escritos al entrar en ese vestuario: unos al fondo, otros a un lado.

El quince titular tiene unos 48 años de media y, aunque ocultan sus lesiones, los crujidos de las articulaciones en el calentamiento asustarían a cualquier paleontólogo
En las alineaciones, en las jugadas y en la toma de decisiones hay jerarquías de difícil entendimiento, pero hay cosas que son así. El quince titular habitual tiene unos 48 años de media, más de 700 años en total. Aunque ocultan sus lesiones a todo el mundo, los crujidos de las articulaciones en el calentamiento asustarían a cualquier paleontólogo. Algunos tienen ya el orgullo de compartir camiseta y vestuario con sus hijos. Todos se saben privilegiados, pero lo valorarán realmente cuando ya no puedan seguir. Han sobrepasado los límites razonables, le han dado unas cuantas vueltas al cuentakilómetros, llevan años jugando la prórroga, y se lo recuerdan los que se han ido quedando en la cuneta y ahora les animan desde la grada.

Conocen cada gesto de su compañero mucho antes de que suceda: éste no va a pasar el balón ni muerto, éste va a hacer su contrapié de toda la vida y el talonador se va a pasar las marcas de 'touche' por el nacimiento de la femoral y la va a sacar corta, ¿qué sabrá el medio melé? Siguen haciendo las mismas jugadas ensayadas, jugadas en sepia y a cámara lenta, pero les hace la misma ilusión. No hay un solo reproche, cada uno da en el campo lo que puede y todos los fallos se perdonan. Eso sí, en el tercer tiempo se despellejan sin piedad. Respetando los tiempos, como los toreros 'güenos'.

Lo único que les funciona algo mejor que antes es la cabeza mientras dura el riego. Las piernas acompañan cada vez menos y las otrora tabletas de chocolate son ya marchitas 'fondues', pero en el pasillo al final de cada partido, no hay cabezas más altas que las suyas porque el orgullo puede más que la losa del cansancio. Terminar ileso un partido con tus amigos sabe a triunfo, uno más.

Hay gente que dice que 'eso' no es rugby. ¡Vaya que no!

PD: - ¿Hay botiquín?
- Sí, ¿qué necesitas?
- Psssch… no sé… ¿qué tienes?


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Del blog 'Su al día'
Sábado de rugby

Este artículo nos trae de manera entrañable la forma de ver el rugby desde fuera por parte de una madre de jugador y mujer de entrenador

Por Susana Aguilera 24/05/13

No sé si sabéis que soy la señora esposa del entrenador de los benjamines del Club de Rugby Canoe, y también la madre de uno de los esforzados jugadores. Pero a pesar de mi título conyugal y de la emoción que siento cuando mi hijo ensaya o placa, haciendo morder el suelo a su rival, no he sido capaz de aprenderme las reglas del juego, ni apreciar completamente las sutilezas jugadas y mucho menos entender cuál es el motivo de que el señor arbitro pite la mayoría de las faltas.

Aunque por mi ignorancia y falta de talento para apreciar estas cosas y no ver la riqueza de los movimientos, la belleza de los placajes, la armonía de las aperturas por ala y las entradas por banda, la valentía y el coraje de los 'rucks', a pesar de todo disfruto en los partidos como una enana.

Para mí este deporte básicamente consiste en que uno coge el balón y debe pelear a muerte para llevarlo al otro lado y ensayar, tan sencillo y tan complicado como eso. Y para conseguir esa acción tan simple de colocar la pelota tras la raya pintada en el campo contrario se pueden producir miles de jugadas que yo simplifico en las que logro captar que a continuación os explico.

Por ejemplo una de las jugadas que más me gusta es cuando uno de mi equipo consigue el balón y empieza a correr tal correcaminos esquivando a todos los que intentan detenerle, haciendo quiebros de cadera y saltos varios, entonces yo grito como una posesa, "corre, corre, correeee", y disfruto muchisimo cuando el jugador es listo y logra esquivar a sus adversarios y tras un carrerón consigue el merecido ensayo.

"Para mí este deporte básicamente consiste en que uno coge el balón y debe pelear a muerte para llevarlo al otro lado y ensayar, tan sencillo y tan complicado como eso"

También está cuando placan los adversarios a uno de los nuestros y con visión e inteligencia, mientras cae al suelo, consigue pasar el balón hacia su compañero. Me sorprende las veces en que les placan-pasan, placan-pasan, placan-pasan, es que me parece que se trata de una coreografía que han practicado con el equipo contrario de lo compenetrados que veo a estos niños. Entonces en ese momento me vuelvo loca gritando "pasa, pasa, pasaaaa".

También me parece increíble cuando a uno de mis niños, se le van colgando a sus piernas, cintura y brazos los del otro equipo, pero no consiguen tirarlo al suelo, y sacando de ese cuerpecito un hombretón y una fuerza sobrenatural, va dando pasos ostinados hacia el ensayo arrastrando una ristra de contrincantes sin soltar su preciado balón.

Me deja alucinada cuando son tirados al suelo y se agarran como una lapa al balón, y ni aunque les pisen, pataleen y machaquen sueltan su tesoro, entonces llegan los compañeros en su auxilio, entonces ahí me pierdo, porque de pronto sólo veo un amasijo de cabezas, brazos, piernas, botas, unos encima de otros, todos tirando, empujando, hasta que alguno se escapa triunfante con el balón.

No hay que olvidar la defensa, cuando el balón lo tiene el otro equipo y hay que cazarle, entonces grito "A por él , a por él, a por éeeeeel", o "al suelo, al suelo, al suelooo", y me impresiona el coraje con el que estos enanos se lanzan a placar cualquier cosa que lleve aferrado un balón, y no dejan ninguno de píe, haciendo volar por los aires a sus enemigos protegiendo sus territorios como guerreros en campo de batalla.

Pero el pasado sábado más que disfrutar, he sufrido pero que un montón. Nuestros benjamines se jugaron la copa de oro de Madrid, y los papas en las gradas casi la palmamos de los nervios que pasamos.

Me parece increíble cuando a uno de mis chicos se le van colgando de piernas, cintura y brazos los del otro equipo, pero no consiguen tirarlo al suelo

Ahí estábamos las mamas en la parte de arriba, sincronizadas animando a nuestros chicos con un melodioso y agudo cual sopranos "caaanoooeeeeee….canoooeeeee", y en las gradas de abajo el grupo de los padres con un grabe cantico como tenores "CAAANOOOOEEEE…CAAANOOOEEEE…", todos entregados a la importante tarea de hacer llegar nuestro apoyo a nuestros muchachos.

Ahí estaba yo esperanzada por un lado, pero sobre todo temiendo que un año más nuestros niños quedaran segundos y nos fuéramos otra vez entre lloros y enfados, con el amargo sabor de la decepción y derrota. Ahí andaba yo intentando enterarme del juego y esforzándome por ver las jugadas cuando los contrarios, Industriales, nos ensayan. ¡Ay, madre! ¡Esto sí lo he visto! Pues si que empezamos mal, ay mis chicos, pobrecines, espero que no se nos vengan abajo los pobres…

Pero no, estos niños son unos luchadores, resulta que uno de los nuestros coge el balón y se pega una carrera que nos deja a todos los padres exhaustos, "Corre, corre, correeeee" gritamos la niña y yo, porque aunque la hermana se resistía a atender el partido porque la he traido a rastras a ver el rugby, esta jugada la ha enganchado y grita como una loca conmigo. ¡Madre mía! ¡Ensayo! ¡Ensayo! ¡Qué alegría tenemos todos! Saltamos en la grada de felicidad.

Y continúa las jugadas, se me pone un agobio en el pecho cada vez que nos roban el balón, me late el corazón a mil cuando los míos se escapan, me falta el aliento, esto no es nada bueno, de verdad que hoy me da aquí algo…

Esto es lo que me ha enganchado del rugby: el respeto, el equipo, las cosas se luchan y si se pierde es porque el otro equipo ha jugado mejor, simplemente, sin excusas

Los niños ensayan otras dos veces; ¡Alegría! ¡Alegría! Van tres a uno, ya podemos respirar, volvemos a los canticos sopranos "canoooeeeee…canooeeee….", pero de pronto nos meten uno, ay, ay, que la liamos. ¡nooo!Defender, defender, que no se escapen, pillarle, ay, que se va, pero como corre el jodio, al suelo, al suelo con él, a por ellos, a por el alto, y es que hay uno de rizos alto y espigado que es muy listo y siempre trata de escaparse por los recovecos, pero los nuestros luchan y luchan, placan y placan y no lo dejan pasar. ¡Muy bien, muy bien! ¡¡No los dejéis pasar!!

¡Jooolines, que angustia, que sufrimiento, pataleo en la grada, a mí hoy me da algo, es que no puedo más, ay, ay, como nos alcancen, ay madre que casi somos campeones, que palpitaciones, aquí hoy yo la palmo! Entonces termina el partido y no me lo creo, al final parece que si somos campeones. ¡Campeones de Madrid!

Lo que me encanta de todo esto es que a pesar de haberse matado en el campo los niños se respetan, los ganadores hacen pasillo a los vencidos y todos aplaudimos porque han jugado lo mejor que han sabido, porque lo han dado todo, porque se han dejado la piel. Felices y contentos vamos a zamparnos en el tercer tiempo las chuletas a las brasas que nos han preparado y las cervezas que nos están esperando.

De verdad que esto es lo que me ha enganchado del rugby; el respeto, el equipo, las cosas se luchan y si se pierde es porque el otro equipo ha jugado mejor, simplemente, sin excusas, la próxima vez se jugará mejor y ahora nos vamos todos al tercer tiempo a festejar el partido con deportividad.

En fin, que como madre de jugador y además mujer del emocionado entrenador, el pecho me estallaba de orgullo y felicidad, por ver a mi hombres campeones de Madrid.

Y para terminar: ¿Qué es el rugby? ¡¡¡Muerte y destrucción!!!


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